Expertos invitados al Consejo Nacional de Educación para estudiar el tema de la corrupción en educación nos dicen que para muchos peruanos “de a pie”, sin poder económico, social o político, pagar una coima es la única manera de que se haga justicia. Por ejemplo, para que se respete su derecho a un contrato docente o un nombramiento que legitima y legalmente le correspondería, pero que se le niega con diversas maniobras por parte de la UGEL o el director del colegio

 

Veía que los funcionarios oficialistas en diversas circunscripciones suelen usar estos contratos para mantener la adhesión de sus familiares, votantes -y a veces la paz con el sindicato docente- repartiendo plazas que les son quitadas a los legítimos ganadores, que si no coimean quedan fuera.

 

Vaya incoherencia: tienen que sobornar para lograr algo justo. Multipliquemos esto por las miles de situaciones que cotidianamente procesa la burocracia estatal nacional o local, y llegaremos a la conclusión de que sin funcionarios honestos no hay manera de arreglar todo esto.

 

La pregunta entonces es ¿quién puede ser un funcionario honesto? Arriesgaré una respuesta: aquel que teniendo una personalidad ética consolidada tiene además una situación personal previsible, con estabilidad e ingresos asegurados, que le permiten enfrentar las tentaciones de coima o presión política sin el temor de que si no se aviene a lo que le piden, perderá su cargo. Así mismo, quien no teme a las demandas judiciales o sociales por haber actuado correctamente.

 

¿Es eso posible? Al parecer por ahora no, mientras no haya una legislación inteligente que proteja al buen funcionario y a la vez lo empodere para que tome decisiones cruciales en su ámbito de actividad evitando las ineficiencias y la parálisis propia del funcionario que tiene miedo de decidir.

 

¿Cuántos peruanos tienen el extraño coraje de decir “eso no lo puedo aceptar porque no es ético” o “renuncio por razones de principio”? Me refiero a los peruanos que han tenido la oportunidad de educarse para construir una moralidad a toda prueba, capaz de trazar límites infranqueables entre lo aceptable y lo inaceptable. Me refiero a quienes tienen alternativas laborales de modo que si desisten de un trabajo, tienen otros en la cartera para suplir los ingresos faltantes y no desamparar a quienes dependen de ellos. Me refiero también -y con admiración- a quienes tienen tales convicciones y capacidad de sacrificio, que los hace capaces de preferir un futuro de ingresos nulos o inciertos antes que ceder al chantaje, venderse o atender condiciones de trabajo inaceptables desde el punto de vista ético.

 

Sin duda, en el Perú no son muchos los jueces, profesores, contadores, policías, abogados, comerciantes, periodistas, regidores, congresistas, autoridades locales, regionales y nacionales, etc. que hayan mostrado esa capacidad de deslinde ético, aún entre aquellos cuya educación y patrimonio acumulado se lo permitiría sin quedar desamparados. Son menos aún los que renuncian sin tener garantías para mantenerse en el futuro. Podría parecer que se les pide demasiado. Por eso no debería sorprendernos esta ausencia de moralidad en la vida pública y privada, en el quehacer administrativo, en la vida política. Una importante parte de los gobernantes y funcionarios públicos en los últimos siglos han logrado imprimir ese sello de corrupción e inmoralidad al quehacer público y han logrado que su inmoralidad quede diluida y tolerada ante la premisa de que “todos lo hacen” ó “solo así funcionan las cosas”.

 

¿Cómo romper el círculo vicioso? Primero, lograr que actuar éticamente no implique un gran sacrificio. Crear las condiciones para que sea viable actuar de acuerdo a la ley y a los principios de la convivencia correcta, con instancias de denuncia ágiles y eficientes, sin tener que apelar a artimañas o transgresiones para resolver los problemas, con sanciones a los beneficiarios de coimas o chantajes. Segundo ensayar nuevos y originales métodos para eliminar la corrupción eliminando los procedimientos burocráticos y a los funcionarios que tienen capacidad discrecional. Eso podría parecer imposible, pero quizás no lo sea si es que se diseña un buen sistema electrónico que automatice los procedimientos y los resultados que de estos debieran derivarse si se hacen de acuerdo a ley, con unos pocos veedores altamente acreditados por sus valores éticos para atender situaciones que se salen de la norma o para los reclamos. Tercero, el buen ejemplo de presidentes, ministros, congresistas, jueces y altos funcionarios con la sanción pública y drástica a los trasgresores. Cuarto, los ciudadanos debemos aprender a elegir autoridades que en su trayectoria personal hayan demostrado poseer estas calidades éticas que los hagan depositarios confiables de nuestras expectativas de gobierno ético.

 

Ojo, los candidatos para el 2010-2011 ya empiezan a germinar ¿Cuáles pasarían el examen ético?