El distinguido psicólogo Howard Gardner, en una mesa redonda sobre liderazgo realizada por el Washington Post el 19/07/2011 se pregunta “cuáles son los incentivos adecuados para los profesores” y se contesta diciendo que la pregunta en sí misma es desagradable porque implica que los profesores para trabajar bien necesitan incentivos, ya sea en forma de premios (dinero) ó reprimendas (miedo a la pérdida de beneficios o la posición).
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Lo correcto debería ser que se comportasen ética, legal y científicamente como cualquier otro profesional (médicos,
ingenieros, abogados); es decir, actuar como expertos que se han certificado para realizar tareas propias de la especialidad, contando con la debida autonomía para emitir juicios complejos en condiciones de incertidumbre.
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Cuando se equivocan, deben asumir la responsabilidad de su error, tratar de aprender del mismo y reparar.
Este paradigma se ha visto golpeado desde que impera la hegemonía del pensamiento de mercado que considera a todos los profesionales como trabajadores que ocupan una plaza en el mercado, sujetos a la oferta y demanda, que trabajan para acumular recursos aplicables a su bienestar. Para mantenerse en la plaza, deben dar cuentas a través de los resultados en pruebas o algún otro resultado fácil de medir del que dependerán las recompensas o sanciones.
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Esos no son los profesores que se encuentra en Finlandia, Singapur, Corea del Sur, países líderes en las evaluaciones internacionales del desempeño de los escolares (medidos con las pruebas PISA). Allí tienen un enorme prestigio social y un ingreso económico del más alto nivel, lo que permite al estado escoger a los candidatos con mayor capital humano y social para la profesión docente. Lo contrario ocurre en Estados Unidos y Latinoamérica donde los sueldos de los profesores son una minúscula proporción de lo que se paga a los abogados, banqueros y otros profesionales, y dónde se les trata acorde con las reglas del mercado.
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Gardner concluye que en lugar de jugar con los incentivos, debemos trabajar más por procurar un alto grado de profesionalización de los educadores. De lo contrario, “solo estamos reordenando sillas en la cubierta de un barco que se hunde”.
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