Correo 24/07/2015

Un arquitecto apasionado se amanece varios días sin mirar el reloj para perfeccionar su diseño para un puente o edificio. Si le pidiese que durante todas esas horas cargue ladrillos y los coloque en una pila para ser transportados ¿invertiría la misma energía, entusiasmo y pasión o se aburriría, procurando evadir, hacer pausas interminables, conversar, distraerse, y otras «malas conductas»?

La misma analogía se aplica a un apasionado arqueólogo excavando, un abogado penalista en pleno juicio, un atleta que se entrena para lograr su mejor performance, o un estudiante apasionado de la pintura o el piano. Todos hacen un trabajo riguroso, intenso, agotador, en el que perseveran porque sienten la motivación por hacer bien la tarea, enfrentar el desafío al que le encuentran sentido.

Pregunto: el común de los alumnos que van a los colegios tradicionales a empernarse a la carpeta para escuchar al profesor, tomar apuntes en silencio, rendir constantes pruebas y exámenes, hacer infinitas tareas… siente lo que siente el apasionado pintor, médico, arqueólogo, abogado, arquitecto cuando producen su actividad, o sienten como ellos cuando les piden que carguen ladrillos sin ton ni son… Para un escolar, sentir que le piden cargar esos ladrillos, ¿es la mejor preparación para la vida? Y al alumno que se resiste a cargar esos ladrillos ¿hay que mandarlo a terapia?

Quizá sea hora de redescubrir el sentido que para los alumnos puede tener la vida escolar y reformularla en esa dirección.

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