Cuando se habla de una revolución educativa, hay quienes piensan que se trata de un nuevo currículo, tecnología, método, sistema de organización del horario, etc. que produce un mayor aprendizaje de los alumnos en las áreas tradicionales. Se habla del método Singapur, método finlandés, método Montessori, método Reggio, método Holístico, método Waldorf y tantos más. Para muchos son etiquetas difíciles de comprender y distinguir aunque sus promotores tienen un abanico de argumentos y evidencias para justificar su valía.

Quiero proponerles a los lectores dos criterios sencillos y transversales para que entiendan la gran diferencia entre la educación tradicional y la de vanguardia, a tono con los hallazgos de la psicología, pedagogía y neurociencias de estos tiempos:

1) Los niños no son pequeños adultos. Son personas completas que usan todos sus sentidos y potenciales para conectarse con el mundo y aprender, sea que tengan 1, 4 ó 8 años, o sea que como mayores tengan 25 ó 70 años. Funcionan igual, con la plenitud de su ser, experiencias y aprendizajes previos, con la totalidad de su vida sensorial, afectiva y socioemocional. Su disposición a prestar atención y aprender disminuye cuando están estresados o preocupados por otros asuntos. Aumenta cuando están motivados, curiosos e interesados en lo que se está trabajando. Disminuye en ambiente de conflictividad y tensión social. Aumenta en ambiente de cooperación y buen ánimo grupal.

2) Siendo así, el rol de la escuela no es enseñar (desde lo que el maestro, currículo o libro prescribe) sino crear condiciones para que el niño quiera aprender aquello que se considera relevante (partiendo de su curiosidad, deseos, motivaciones, condiciones socioemocionales específicas, talentos) para lo cual genera provocaciones que den pie a su interés por curiosear y aprender. En suma, el alumno no aprende cuando el profesor quiere sino cuando el alumno quiere. No depende del aparato didáctico del profesor, sino de su capacidad de alentar el encendido de los motores internos de los alumnos. Por eso, bajo el enfoque vanguardista, nunca dos clases son iguales, aunque el mismo profesor tenga varias secciones del mismo grado a su cargo el mismo día en el mismo colegio.

Al aprender el alumno no solo lo hará sobre lo que el maestro se propuso al prefigurar su clase, sino mil cosas más que no están en el radar docente pero que afectan sus juicios y su vida presente o futura, como por ejemplo: “qué hábil que es Ana”, “por qué el profesor -injusto- nunca le llama la atención a Miguel”, “qué difícil son las matemáticas”, “el maestro cree que soy idiota”, “me resulta fascinante armar robots, quisiera pasarme el día armándolos”, “quisiera conversar con el profesor Carlos, él me va a entender”, “cuando yo hablo nadie me hace caso”, “el profesor se enoja cuando lo contradicen”, “cada vez que digo algo mis compañeros se burlan de mi”, “en este colegio a nadie le importa lo que piensan los alumnos”, “cuando sea grande quisiera ser maestra como Dora, es genial”, “el profesor siempre nos anima a ser colaboradores con Gina, que tiene dificultades en la visión”; etc.

La verdadera revolución de la educación pasa por allí, no importa qué nombre le pongan al “método”. Es consciente que el niño desde que nace es un ciudadano que día a día aprende, se socializa, desarrolla sus emociones y capacidades en función de las experiencias de vida, siendo las que ocurren durante su vida escolar abundantes e impactantes porque dejarán huella para toda su vida. El reto de padres y profesores, es que esas huellas le permitan ser una persona buena, que disfrute de la vida, motivada para realizar sus capacidades y perseguir sus sueños, procurando su propia realización y el logro del bien común. Esa es la revolución educativa que empodera a todos los niños a ser constructores del mundo bueno en el que todos desearíamos vivir, que lamentablemente los métodos o abordajes tradicionales han resultado limitados para crear.

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