No podemos aquilatar si la angustia e incertidumbre que genera el manejo político peruano es equivalente o no al de un norteamericano con Trump, un ruso con Putin, un inglés ante el Brexit, un iraní con Hasán Rouhaní, un habitante de Hong Kong con China, un brasilero con Bolsonaro, un argentino ante el retorno de Cristina Kirchner o un israelí ante otro posible gobierno de Benjamín Netanyahu.

Quizá podríamos suponer que a los venezolanos, coreanos del norte y sirios les va bastante peor que a todos los otros, pero aún eso tiene que ver con el contexto local en el que cada uno vive y en el bando en el que cada uno está, porque en todo contexto hay ganadores y perdedores que miran lo mismo con otros anteojos.

Los analistas extranjeros tienen la distancia de no ser locales, pero a su vez les falta la subjetividad emocional que tienen precisamente los locales. Nadie puede vivir las emociones, angustias y desesperanzas del otro. Lo que sí podemos hacer es tratar de entender la vida humana, y en particular el mundo de la política y aprender de la historia algunas lecciones que nos permitan imaginar bajo qué condiciones podríamos vivir en un mundo mejor, especialmente para los más vulnerables, procurando que las siguientes generaciones cultiven la capacidad de realizar sus propósitos.

Una gran lección es que la historia no se repite exactamente pero si marca fórmulas y procesos que se repiten con otros personajes o contextos si es que no se hace nada dramático para ponerle fin. Por ejemplo, el enésimo cierre del congreso del Perú 2019 con su más reciente simil en el 1992.

Otra lección es que hay una pendularidad política: de gobiernos más orientados a la izquierda a los que prefieren la derecha, cada cierto tiempo, y también la alternancia en los bandos: una vez es el victimador político y la otra la víctima, con el notabilísimo ejemplo del fujimorismo que ha estado visiblemente en ambos bandos sin haber aprendido mucho de ello. Los mismos gobernantes y funcionarios que aprovechan del ejercicio del poder luego irán a la cárcel o se suicidarán o serán asesinados por venganza. La persecución sin prescripción de los criminales nazis y otros violadores de derechos humanos, la detención en Inglaterra del omnipotente Pinochet, la prisión que cumplen Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, por mencionar solo algunos a los que se suman la cantidad de expresidentes de Perú (Toledo, AGP, Humala, PPK), Ecuador (Correa), Panamá (Martinelli), Guatemala (Perez Molina), Brasil (Lula), etc. acusados y algunos ya sentenciados por delitos por los que pueden terminar en la cárcel son algunos espejos en los que debieran mirarse los políticos y aspirantes a gobernantes.

Con la cantidad de afectados políticos en el actual congreso es previsible que le espere un juicio político y penal al actual presidente Martín Vizcarra en el 2021 con resultados aún inciertos, dependiendo de lo que falle el Tribunal Constitucional y las investigaciones sobre Chincheros y similares que le abrirán en estos años.

Lo que pasó con Alemania y Japón luego de la segunda guerra mundial puede resultar interesante para pensar cómo se rompe este circuito reiterativo. Luego de causar dos guerras mundiales por sus afanes expansionistas, cada uno a su manera desde la crisis de la derrota decide romper con el pasado, y escribir su destino pensando en las metas del futuro más que en las reivindicaciones y reiteraciones del pasado. Alemania proscribe el partido nazi y forma a las nuevas generaciones confrontándolas con las lecciones del pasado. Japón cambió sus sistema político y económico para convertirse en una potencia abierta al estilo capitalista occidental, tomando distancias del uso del poder militar para imponer condiciones. Pero en ambos casos sus cúpulas políticas decidieron reformular sus tradiciones políticas, fortalecer su institucionalidad democrática y judicial, y educar a sus nuevas generaciones en los valores y concepciones de sociedad que marcarían su futuro en vez de los del pasado.

También aprendemos de todo esto que la inestabilidad política es parte de la vida de todas las naciones, pero las turbulencias y alternancias son más o menos dramáticas y polarizantes en función de cuánto más o menos equitativa y democrática sean sus sociedades. De un modo u otro la inestabilidad política pasa la factura económica, expresada en recesiones o menores crecimientos, que afectan más duramente a los más vulnerables.

No faltan lecciones sobre las promesas incumplibles e incumplidas de los candidatos, la mentira y difamación como arma política, la indiferencia frente a los antecedentes de los candidatos y la explotación de las emociones más primarias de los electores más vulnerables (sin importar su nivel socioeconómico) que en la desesperanza eligen sin más filtro a los vendedores de ilusiones, para repetir el ciclo de la angustia e incertidumbre, y luego la expectativa de “que se vayan todos”.

Si los estudios de historia y ciudadanía de nuestros estudiantes escolares y universitarios incluyesen este tipo de lecturas de historia y ciencias políticas, las lecciones aprendidas podrían expresarse en las formulaciones de sus propósitos para lo que será su vida pública y política. Ello haría más probable que en el futuro la angustia e incertidumbre política de nuestros hijos y nietos esté mejor procesada y con ello que las poblaciones más vulnerables puedan gozar de la atención preferencial de sus gobiernos, que por el momento desgastan sus tiempos y energías en pelearse unos con otros, desentendiéndose de la búsqueda del bien común que es la razón más poderosa por la que fueron elegidos.

Cuando hablamos de una buena educación no deberíamos focalizarnos en cuánto los estudiantes aprenden matemática o comprensión lectora, sino en cómo se forman los ciudadanos para ser capaces de crear una sociedad de bienestar con justicia social, en el sentido más amplio e inclusivo de estas palabras.

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