Hay dos imágenes que tengo grabadas desde mi infancia que evoco cada vez que escucho hablar de tzedaka. Una es aquella en la que me veo sentado en el café de la calle Huancavelica con mi papá y unos cuantos coetáneos suyos, y de pronto entra un correligionario que les dice a los presentes: “Necesito 500 dólares para alguien que está necesitado de ayuda”. De inmediato, cada uno de los presentes mete la mano al bolsillo, saca lo suyo, lo entrega al recaudador y luego siguen charlando. Nadie pregunta para quién ni porqué; nadie pide explicaciones ni cuentas. Si un judío respetado pide dinero para tzedaka, los otros sobreentienden que es porque se necesita y asumen que ese dinero llegará a su destino. Había credibilidad, confianza, generosidad y solidaridad.

La otra es una lectura de un párrafo en el curso escolar de Historia Judía, sobre los grados de tzedaka de Maimónides, que abarcaban desde aquél que aunque daba muy poco y por obligación contribuía a alguna causa de beneficencia, hasta aquél que voluntariamente tomaba la iniciativa de buscar a quién podría ayudar para hacer una mitzvah, donaba anónimamente un monto significativo, con el propósito de que el beneficiario pueda adquirir un oficio o actividad comercial que le permita luego mantenerse por sí solo. “No darle pescado sino enseñarle (permitirle) pescar” dirían los sabios. Esos eran los paradigmas de amor al prójimo y justicia social más elevados del judaísmo. Y estaba al alcance de la mano de todos, con el solo requisito de desear hacerlo. Desde mi limitada edad, aprendí este tipo de judaísmo, antes de empezar a preguntarme si Dios existe, y si tiene sentido ir a una sinagoga o prender velas en shabat.

45 años después, nuevas imágenes se superponen a aquellas de las que yo aprendí mi judaísmo. Son las imágenes de dos jóvenes de distintas familias judías, de algo más de veinte años de edad, gente buena, con espíritu sano y esforzado, que trabajan en lo que pueden y cotidianamente luchan por la vida como pocos de su generación, que ahorran consumiendo agua en vez de gaseosas o caminan para no gastar en microbus los pocos soles que tienen, con grandes deseos de superarse, que se ven obligados a abandonar la universidad y truncar su ascenso profesional porque no pueden pagar sus estudios.

Eso ocurre en los mismos meses en que se van a inaugurar varios espacios de infraestructura comunitaria que fácilmente excederán el medio millón de dólares, con la intención de recordar a padres fallecidos, facilitar la práctica de rituales religiosos, la lectura de libros de sabiduría judía y mantener vivo el recuerdo de la historia comunitaria.

En los mismos días que estos dos jóvenes que menciono verán truncadas sus posibilidades de hacerse de una herramienta que les permitirá salir de la pobreza, los discursos de los dirigentes comunitarios señalarán el orgullo comunitario por tener una gran red se soporte social, educativa y religiosa, una hermosa infraestructura, y la capacidad de atender a los enfermos y necesitados de la tercera edad.

Lo peor del asunto, es que a pesar de que están muy cerca, no se verá a estos jóvenes necesitados, como no se ve a los porteros de las tiendas comerciales a los que ni se les saluda porque se les confunde con el decorado.

¡Cómo no va a herir el alma esta paradoja!. Me pregunto por el futuro de la comunidad. Me pregunto por las lecciones de vida que reciben nuestros jóvenes. Me pregunto si los ladrillos inertes de los edificios que se inaugurarán, las costosas fiestas que celebran las alegrías del ciclo de la vida judía y las aliyot a la Torah que se asignarán a los donantes pueden cubrir las huellas vivas de frustración de quienes observan estas paradojas de la vida comunitaria. ¿Es con ello que los jóvenes de la comunidad van a cargarse de energía judaica? ¿Es así como van a nutrirse de la ética judía?

Me temo que eso ya no les alcanza a los jóvenes que cada vez con más frecuencia hacen el “acting-out” equivalente a decir “esto no es para mí”, aún si ocasionalmente bailan la hora o la ronda jasídica en alguna fiesta judía, o si asisten a algún minyán para recitar el kadish.

Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que varios judíos ya empezaron a recitar su kadish comunitario hace un buen tiempo. ¿Quién querrá luchar por pertenecer y mantener activas instituciones que fallan en sus tareas humanas más esenciales?

Puede parecer ingrato aludir con un mismo mensaje tanto a donantes generosos como a los que aún no lo son. Pero a los justos que no buscan reconocimientos no les molestará que se generalice en aras de apelar al bien común. Para los jóvenes resulta difícil entender cómo es que los judíos que tienen fortuna no logran convertir en motivo de disfrute el privilegio de hacer tzedaka. Es un tema del que de una u otra manera usualmente hablan mucho en el colegio, la tnuá y luego la universidad.

Resulta difícil entender cómo es que gente que se ha realizado económicamente, más allá de alguna donación individual condicionada -que no deja de ser valiosa-, no son capaces de juntarse -al margen de los dirigentes inoperantes- y comprarse personalmente el pleito de la tzedaka. Podrían crear en 30’ un mecanismo que sirva de vaso comunicante entre sus capacidades económicas y las personas necesitadas, a las que se podría llegar anónimamente -como sugiere Maimónides- apelando a quienes son confiables para canalizar estas donaciones eficientemente.

Qué distinto sería que en lugar de escuchar reiteradas evasivas del tipo “yo ya dí” cuando se les aborda para pedir ayuda, las personas que ejecutan la labor directa con los beneficiarios pudieran recibir llamadas de quienes pregunten “¿sabes de alguien que esté en apremios y necesite ayuda?”.

La lucha por el futuro de la comunidad es la lucha contra el conformismo, la apatía y la pasividad. Requiere hacer visibles las conductas que más enorgullecen a los judíos y garantizaron su supervivencia desde el principio de los tiempos. Significa impedir a toda costa que nuestros jóvenes necesitados se conviertan en parte del decorado que nadie ve. De lo contrario, cuando los jóvenes judíos escuchen de sus líderes que viven en una comunidad hermosa, hospitalaria, sensible, generosa y solidaria, les parecerá que se habla de una comunidad desconocida, porque en la suya hay poco de eso, y por tanto, no hay mayor incentivo para quedarse dentro de ella.

ANEXO: 8 grados de Tzedaká de MAIMÓNIDES
http://www.tzedaka.org.ar/contenidos.php?categoria=1

Los ocho niveles de la Tzedaká
El célebre sabio judío RamBam (Maimónides) explica que existen ocho niveles para poder crecer gradualmente en la tzedaká, a fin de alcanzar el grado más alto en el amor al prójimo. Para establecer las jerarquías de la tzedaká el RamBam aplicó varios criterios:

-El grado de voluntad con que se da
-La espontaneidad
-El grado de anonimato de quien da
-El grado de anonimato de quien es beneficiado
-La función final de la ayuda

Hacer tzedaká es una mitzvá a través de la cual se adquiere mérito, felicidad y paz espiritual. Desde este punto de vista se entiende que quien ayuda al otro, se está ayudando a sí mismo.

Los ocho niveles son los siguientes:

El nivel más elevado en el ejercicio de la Tzedaká es ayudar a una persona a mantenerse por sus propios medios antes de que ésta lo necesite o empobrezca. Esto se hace ofreciéndole una ayuda concreta en forma digna, otorgándole un crédito adecuado o ayudándolo a encontrar un empleo o establecer un comercio, de manera que no se vea obligado a depender de otros.

En el segundo nivel el donante no conoce al que recibe y a su vez, el que recibe no conoce al donante. El caso más claro de esta forma de hacer Tzedaká es cuando se contribuye a un fondo de recaudación. Fondos comunitarios administrados por personas confiables entran también dentro de esta categoría.

En el tercer nivel, el donante conoce la identidad del que recibe, pero el que recibe no conoce la identidad del donante.

El cuarto nivel es el de la donación indirecta. El que recibe conoce al donante, pero aquel no conoce la identidad del beneficiado.

El quinto nivel es cuando se ofrece y se da la ayuda aunque quien la necesita no la haya pedido.

El sexto nivel es ayudar al necesitado sólo cuando éste lo solicita.

El séptimo nivel consiste en ayudar en menor medida de las posibilidades que uno realmente tiene, pero haciéndolo con alegría.

El octavo y más bajo nivel – aunque igualmente válido – es cuando se hace a desgano.

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