Hubiera podido escribir esta columna de reacción al discurso presidencial semanas antes de su lectura oficial en el Congreso. El libreto es similar todos los años: el presidente plantea un mensaje triunfalista, una colección de cifras y obras que muestran lo hecho, intercalada por enunciados que aluden a la vocación de lucha contra la pobreza y la paz social, a la vez que resalta la atracción de inversiones y el crecimiento económico alto en comparación a otros países.

Escasas –si alguna- alusión a la corrupción y la incompetencia del gobierno para cumplir eficientemente sus promesas y sus roles administrativos en la gestión publica. Cualquier autocrítica es impersonal. Es decir, se reconoce que falta mucho por hacer, -porque los gobiernos anteriores le heredaron un país demasiado desarreglado- sin señalar las ineptitudes propias del gobernante y su equipo ni su voluntad de reorientar las formulas usadas de modo que sea mas eficaz en el logro de sus propuestas de desarrollo inclusivo.

Terminado el discurso, es aplaudido por los gobiernistas que lo encuentran realista, sensato, balanceado y es criticado por los opositores o analistas independientes que señalan que faltó hablar de X, Y, Z… etc. Por su parte, ante la critica el presidente dice que hay que dejarlos hablar porque siempre critican y nunca proponen nada eficaz, y que él seguiría su camino porque sabe lo que es bueno para el Perú, y su rol no es contentar a los críticos sino orientar al país hacia la ruta del crecimiento, optimismo y confianza. Diálogo de sordos sin ninguna implicancia concreta.

Así, el discurso presidencial de fiestas patrias se ha convertido en una pieza prescindible de la vida política nacional, no solo por no contener mayores variantes respecto al libreto ya conocido, sino también porque la falta de credibilidad hace que aún los anuncios interesantes se tomen con escepticismo e incredulidad.

En su columna “Mensaje Cifrado” de La República del 29 de julio Mirko Lauer también se refiere a estos mensajes inocuos y previsibles de una manera muy lúcida de la cual me permito citar unas líneas: “Acaso lo más inquietante haya sido escuchar a un orador eximio como Alan García encorsetarse en un género de discurso que hace ya mucho tiempo que no comunica nada. El mensaje a la Nación no le brinda al país una imagen útil de sí mismo, sino un informe del debe y haber de un gobierno en funciones, que no es ni remotamente lo mismo. Si hubiera que reducir las casi dos horas a una frase, esta sería: estamos trabajando. Lo cual es efectivamente cierto, pero no sirve para romper la barrera psicológica entre lo que la población ha obtenido y lo que ella desea. A pesar de sus llamados a la autoestima y el optimismo, el propio presidente no sonaba exactamente así. Es insólito que haya llegado el día en que García da la impresión de necesitar un buen redactor de discursos para hipnotizar a ese gran salón que es la atención nacional. Su celo administrador y productivista lo ha llevado a reducir los datos sociales (la pobreza, pero también la prosperidad) a cifras en las cuentas nacionales”.

¿Qué puede cambiar si los líderes sordos a las críticas sensatas y tantos actores políticos cuestionados por su incompetencia, ineptitud o calidad moral siguen estando a cargo de tomar las principales decisiones del quehacer nacional?

El Perú necesita un remezón de credibilidad y un liderazgo que proponga una visión capaz de aglutinar las expectativas y esfuerzos de todos los peruanos en una misma dirección. No se puede generar confianza, ganar eficiencia ni reducir los problemas sociales y la violencia social en un ambiente de sospecha e incredulidad. Si cada vez que una autoridad anuncia algo la gente se pregunta «adónde esta la trampita”, o dice, “este es otro psicosocial”, “otra promesa que no se cumplirá”, “con quien se han amarrado para esta licitación” etc. es muy difícil que podamos tener una visión optimista y apostar a la integración nacional en aras de compartir esfuerzos por convertir en realidad la visión de un país prospero.

Si el presidente intentara proponerle al país una visión inclusiva de futuro, que incluya a todos –no solo a los inversionistas con quienes se aplauden mutuamente- en un proyecto nacional compartido, todos aquellos que se sienten excluidos podrían empezar a encontrar su lugar. Mientras se siga sosteniendo que el único que tiene una visión de futuro es el presidente García y todos los que no comparten su visión son opositores, comechados o comunistas, difícilmente podremos dar pasos serios hacia la integración nacional, y por tanto, hacia la credibilidad y la visión optimista de nuestro presente y de un futuro mejor.

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