Los líderes de los poderes del estado con su ejemplo y actitudes educan más que la escuela con su currículo y trabajo docente. Cuando la realidad choca con la idealidad escolar, gana la realidad.

A juzgar por las encuestas y la percepción ciudadana basada en “lo que se dice” en la calle y lo que revelan los medios de comunicación, la educación cívica real parecería estar conformada por los siguientes mensajes: ser político es una profesión que permite al que la realiza alcanzar el poder. El gobierno (local, regional o nacional) se convierte en un botín que se reparte luego entre los militantes y allegados vía sobrevaloraciones, coimas, acciones, licitaciones amañadas, lobbys informales, ventas subvaluadas de bienes del estado, etc. Cuando el nivel de ambición es extremo, se prescinde de la democracia.

Pertenecer al ministerio público y al poder judicial es un privilegio para abogados ambiciosos que una vez convertidos en fiscales o jueces usan sus cargos para vender sus decisiones al mejor postor, con lo que definen la vida, libertad y patrimonio de la gente.

Pertenecer al Congreso permite entrar a un club de privilegiados con inmunidad para sus delitos, que venden sus votos a empresas que directa o indirectamente los contratan a ellos o sus familiares como tramitadores de leyes, ya sea para obstaculizarlas o aprobarlas, según su conveniencia. Las comisiones investigadoras solo sirven para sancionar a congresistas o funcionarios opositores.

En este escenario, si el objetivo de la educación es transmitir a los alumnos los valores nacionales reales, los que deberían ir a enseñar educación cívica a los colegios son las autoridades de los poderes del estado que están comprometidas con la corrupción, para así asegurar que los alumnos aprendan sin interferencias el camino más seguro al éxito en el Perú.

Si este panorama no nos gusta, corresponde a líderes máximos y las otras autoridades que se consideren decentes, demostrar que en sus ámbitos de poder “los buenos” vencen a “los malos”, y demostrar con ello que la decencia es mayoritaria y lo escrito párrafos arriba es una falsa percepción de la realidad que puede ser revertida.

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Educación cívica y autoritarismo (con extraordinario inserto del filósofo e investigador de la educación en México, Pablo Latapí Sarre) “So pena de hacernos tontos a nosotros mismos, no podemos plantear la educación cívica de las siguientes generaciones de espaldas a la realidad. El país está haciendo agua por sus cuatro costados; llegan a su límite problemas cívicos inveterados, como la corrupción y la impunidad; han entrado a su crisis definitiva el partido de Estado y sus controles corporativos, se resquebraja el antiguo presidencialismo, y las instituciones gubernamentales pierden credibilidad por su recurso al doble lenguaje y sus fracasos en el manejo de problemas nacionales del calibre del conflicto de Chiapas (el levantamiento neozapatista de 1994) o el Fobaproa. Es en esta realidad, ante ella y necesariamente a partir de ella, como hay que formar ciudadanos hoy; como bien dice el programa de estudios oficial, los estudiantes deberán aprender a ‘considerar y asumir su entorno social como un ambiente propicio para el ejercicio de actitudes comunitarias y cívicas’.” Los libros que citaba el especialista –señalaba él mismo– mostraban “un natural pudor del gobierno respecto a sus vergüenzas”, pero “nadie espera que un programa oficial exhiba las lacras del sistema político”. Así, en el ámbito del “deber ser” se referían a “abstracciones inocuas” como la libertad, justicia, igualdad, tolerancia, respeto a los derechos humanos, al Estado de derecho, amor a la patria y democracia como forma de vida, que no han sido necesariamente atendidas por los gobiernos.

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