Abril, el primer mes pleno de la era del coronavirus en el Perú, ha sido un mes negativo para las relaciones padres-colegios privados, que se han crispado innecesariamente.

Uno de los efectos laterales de la ruptura de la estabilidad económica de los colegios y las familias ha sido la inseguridad que ha cundido en cada uno en búsqueda de cuidar su supervivencia, que es una de las expresiones más primarias del instinto de conservación. En el vacío dejado por el ministerio de educación al no precisar las reglas de juego académicas y económicas a aplicar en este caso, uno y otro lado han sufrido un déficit de empatía con expresiones o reacciones que han sido sentidas como hostiles e indiferentes a las posturas del otro. Los terceros en discordia han sido los profesores, que por una deducción lógica anticipaban que su estabilidad económica también se vería amenazada de no lograrse el equilibrio correcto entre pensiones y gastos de los colegios, sumado a su sobreesfuerzo por ser padres y maestros a la vez, y migrantes a la enseñanza virtual que le era desconocida hasta marzo.

En el camino, todos han olvidado un poco que la razón de ser de los colegios son los alumnos, cuyo bienestar debería estar a la cabeza de la solución de nuestras desavenencias y que deberían recuperar la centralidad de las preocupaciones y acciones de las partes, una vez producida la descarga emocional inicial. Todo eso solo será posible si se logra recuperar el valor de la confianza mutua entre padres y colegios, ya que se supone que cuando los padres eligen un colegio es porque confían en que éste es el mejor lugar para educar a sus hijos, y cuando un colegio admite a una familia, es porque hace una promesa de hacer su mejor esfuerzo por acogerlos y acompañarlos como familia a lo largo del proceso educativo de sus hijos. Ambos apuestan por una alianza en pro de los hijos.

Las relaciones padres-colegio no están previstas para durar un año, sino para todos los años que dure la escolaridad de los estudiantes. Por lo tanto, reparar estas heridas tiene un efecto no solo para el corto plazo, sino para el largo plazo, porque salvo los que egresan este año, todos lo demás seguirán en contacto y dependiendo de los vínculos con el colegio en el que estudian.

Creo que lo que se impone es que los colegios expongan claramente cuáles son los esfuerzos hechos para ajustar sus costos y los riesgos de no hacerlo, y donde cabe, hacer el ajuste de las pensiones y/o ofrecer el programa de facilidades de pago y becas que consideren viable, procurando que ningún alumno se quede sin continuar sus estudios debido a la crisis actual.

Por su parte, que los padres a consciencia hagan los pagos oportunos que les corresponde para no desestabilizar los ingresos de los colegios, y los que requieran alguna facilidad, usar los canales que se hayan abierto para tal fin. Ningún colegio que de verdad apuesta por la educación se siente bien cuando un alumno se retira por problemas de pagos, porque ello rompe un vínculo humano que está más allá de cualquier consideración económica. Tampoco las familias se sienten bien cuando deben retirar a sus hijos de un colegio por razones económicas, porque eso implica una ruptura no deseable en la continuidad educativa de sus hijos en el contexto que le resulta más familiar y acogedor.

He tenido la oportunidad de conversar y escribir en relación a los cinco actores de esta columna: ministerio, colegios, padres, profesores y alumnos. He notado que hay una expectativa de encontrar un camino de concordia que los dote a todos de la energía positiva necesaria para llegar hasta fin de año en la modalidad virtual actual, y quien sabe, continuarla un poco más el año siguiente, si es que no se logra la normalidad pre-coronavirus.

Hagamos todos una pausa para encontrar ese camino, especialmente en este mes de mayo en que se empieza a reiniciar la actividad económica que levanta la esperanza de que se avizoran tiempos mejores a los vividos en el bimestre anterior.

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