Observando un video donde adolescentes hablaban sobre la estereotipación y discriminación entre personas, sus intervenciones aludían a la que ejercen los ricos contra los pobres. Sentían que éstas se expresan en diversas formas que van entre la indiferencia a su suerte, su sentimiento de superioridad, el ejercicio del poder abusivo al indefenso y la burla a alguna de sus características (vestimenta, lenguaje, estilo de vida). En todos los casos brillaba la generalización, es decir, todos los pertenecientes a uno de los grupos merecían todos igual calificación.

Conversando luego con unos adolescentes al respecto les pregunté si concebían alguna forma de discriminación mental o estereotipación de pobres a ricos. Resultaba que no podían imaginar ninguna (por ejemplo, la burla a los “ricachones”). Les pregunté si podían evocar alguna discriminación entre los ricos o entre los mismos pobres, y también les fue difícil imaginar alguna.

Me quedé pensando en lo liberador que resultaba para ellos asumir que la discriminación es unidireccional y material, y que solo se expresa de ricos contra pobres, porque eso los libera de tener que pensar en las diversas formas de discriminación que no tienen que ver con las diferencias socioeconómicas ni las posesiones materiales. La más cercana quizá, la que ejercen entre sus pares en la escuela, cuando a similitud de niveles socioeconómicos, los más fuertes se burlan de los más débiles, los mejores deportistas o estudiantes de los que tienen más dificultades, los esbeltos de los obesos; están allí también los que discriminan a otros por el color de la piel o por la “pinta”; los que ironizan despectivamente por las características de los padres -especialmente si alguna es lesbiana u homosexual, o tiene una vida poco estable, o consume alcohol o drogas-; está también la estereotipación y discriminación que ejercen los hombres hacia las mujeres, y por supuesto, el renombrado bullying. Les resultaba difícil mirarse hacia adentro. Siempre el mal está afuera, lejos, lo hacen otros.

Me preguntaba qué hacemos en nuestra forma de educar que produce esas asimetrías, y con mayor razón, al no ser conscientes de ello, la dificultad de los estudiantes por superar estereotipos y discriminaciones, que luego quedan incorporadas como “normales” en su ADN ciudadano.

¿Será porque cultivamos la cultura del egoísmo que dice que “si no me tocan a mí, no me meto” tan frecuentes en los indiferentes al bullying? ¿Será que las personas que se sienten inferiores por alguna razón piensan que las otras personas los detectan y rechazan por eso y en ese contexto, la mejor defensa es el ataque? Es decir, para que no le hagan sentir mal lo hace con el otro, o para que no lo rechacen, rechaza a los otros. Seguramente hay muchas otras interpretaciones, que también incluyen la vanidad de unos y complejos de otros, o las estructuras objetivas en las que hay asientos para primera, segunda y tercera clase.

Lo importante es que cuando uno no está conforme consigo mismo, tiene dos opciones: culpar a otros de su disconformidad y atribuirle todo tipo de características que lo disminuyen (por ejemplo el “mal alumno” que se burla del “buen alumno” por ser “chancón”), o mirar hacia el interior de uno mismo, y preguntarse qué hay en mi que genera esta dificultad de aceptarme a mí y al otro como pares, y me lleva a prejuzgar o discriminar al otro para aliviar mi malestar (en el ejemplo anterior, es más difícil reconocer la envidia que le genera a uno ver que hay otro que logra mucho más que él).

Me pregunto cuán presente está eso en una escuela que considera que para ser buenos ciudadanos hay que saber logaritmos, o redactar ensayos literarios sin fallas ortográficas, o explicar cómo puede volar un avión sin caerse, o cuál fue la nacionalidad de los fundadores de la república. Una escuela en la que la ciudadanía se considera una especie de área curricular que se enseña y evalúa en función a ciertos comportamientos estereotipados denominados “desempeños satisfactorios” que describen al buen ciudadano y liberan de toda responsabilidad social a quien obtiene de sus profesores el calificativo de “satisfactorio”.

¿Cómo puede ser buen ciudadano quien no tiene autonomía, libertad de pensamiento, espíritu crítico, capacidad de trabajar en equipo, espíritu voluntario, convicciones y posturas personales sólidas en relación a los valores en los que cree; quien no se ejercita continuamente en la introspección sobre sus valores y conductas antes de hacerlo con las de los demás?

Me viene a la mente la frase de J.F. Kennedy en la ceremonia de su investidura presidencial (1961) que decía “no preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país.”. No se refería a pedirle a los peruanos que antes de salir a contagiarse o contagiar a otros con el coronavirus tomen los cuidados personales para evitar el contagio haciendo caso omiso a las reglas de cuarentena. Se refería a esa tendencia a esperar que otros lo beneficien a uno antes que pensar de qué modo uno puede beneficiar a los demás con sus conductas y acciones, y con ello, beneficiarse a uno mismo, porque uno es parte de los demás.

Una cultura educativa que hace moneda común del individualismo, la competencia, el orden de mérito y la indiferencia hacia el prójimo, -y por tanto la discriminación-, difícilmente será un medio para cultivar el respeto a las diferencias y construir un ambiente democrático que asuma que todos los seres humanos tenemos por igual necesidades de pertenencia, afecto, seguridad y protección.

Valdría la pena preguntarse más cuánto de eso hay en la vida familiar y escolar, y cómo es que si no lo abordamos seriamente, el discurso de la igualdad en un contexto democrático es una ilusión vacía, sin capacidad de realizarse en los hechos. Y las calificaciones que reciben nuestros hijos y alumnos en el colegio en el área personal social o en la educación cívica y ciudadana, serán un falso retrato de sus verdaderas (in)capacidades.

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Discriminación en acción

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