Cuando en una evaluación escolar los profesores informan a los padres sobre los logros o avances y las dificultades por superar por los hijos, hay varios tipos de reacciones: la de los padres que se quedan con los logros y minimizan o desconocen los importantes retos pendientes; la de los padres que a la inversa, se focalizan tanto en las dificultades que desconocen todo lo logrado; y finalmente, la de los padres que frente a ese conjunto deciden no hacer nada, porque asumen que ese balance es buena señal. Es menos frecuente encontrar padres maduros que ponderen con una visión equilibrada los avances y las dificultades por encarar, y actúen respondiendo a los requerimientos de cada lado de la moneda.

La pregunta es, si tenemos urgencia de que los padres encaren ciertas dificultades de sus hijos, cómo lo comunicamos: volvemos al rollo de citar todo lo positivo para que no parezca que sólo señalamos lo negativo, o señalamos desde el saque que “esta reunión es para hablar de aquello que requiere atención urgente porque está dañando a su hijo” (o sea, no desconocemos todos los logros, pero si vamos a traerlos ahora a esta conversación se va a diluir el peso de aquello tan problemático que hay que abordar de inmediato. Veamos un ejemplo exagerado: un estudiante sobresaliente, ingenioso en sus aportes, buen compañero, sobre el que se ha descubierto que usa estimulantes para mantener el ritmo y las comparte con sus compañeros. ¿De qué hablarían con los padres?)

A los columnistas nos ocurre lo mismo cuando señalamos que algo no anda bien y requiere corrección inmediata por parte de las autoridades y funcionarios, especialmente del Minedu en mi caso. Los aludidos tienden a sentirse descalificados en todo lo que hacen y entonces para defenderse, unos prefieren no darse por aludidos sosteniendo que la crítica viene de los “disconformes de siempre”; otros se justifican con mil pretextos o sosteniendo que en comparación con terceros “son menos malos”; y otros descalifican la crítica atacando al columnista atribuyéndole mil defectos, antecedentes, inconsistencias, que en nada modifican la validez de lo que está diciendo, pero le dan a la autoridad o funcionario la sensación de tranquilidad de haber neutralizado la crítica. Entonces, pueden seguir equivocándose sin sentirse señalados ni culpables.

Mi experiencia me enseña que si uno quiere señalar que algo anda mal y debe ser corregido, especialmente entre adultos, la manera más eficaz es decirlo directamente, con la mayor claridad y precisión posible, confiando en que en ambientes democráticos, un funcionario o autoridad madura y responsable sabrá dejar de lado su deseo de defenderse o justificarse, para tomar nota de los argumentos de fondo. Si la autoridad o el funcionario no tienen estas características de madurez y apertura, decir las cosas a media tinta o rodeadas de algodones y amortiguadores para que “no duela” no producirá cambio alguno. Si las tiene, no le importará quién es el mensajero o cómo ha sido transmitido el mensaje (sea una columna de opinión o una marcha por las calles), sino cuál es la validez del mensaje, y si lo amerita, hará algo al respecto.

Esto viene a colación a raíz de las columnas que escribo en las que señalo que los sostenidos fracasos del sistema educativo peruano (que este año se han hecho más visibles) deben ser revertidos urgentemente, para lo cual hay que oxigenar su quehacer con normas que introduzcan elasticidad e incentiven las innovaciones. Eso puede hacer aflorar la inteligencia colectiva de las instituciones educativas individuales que conocen sus realidades específicas y requieren mayores niveles de autonomía para resolver cómo encararlas rápida y eficazmente.

Los aludidos en el ministerio podrán optar entre escuchar los mensajes de todos los que expresamos con distintos lenguajes y tonos el apremio por cambiar las cosas, o dejar las cosas como están, apelando a las mencionadas fórmulas defensivas y justificantes, así como el tranquilizador acallamiento de los críticos, a través de las columnas descalificadoras de sus allegados.

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