Usualmente no participo en las entrevistas que me hacen los medios luego de los debates porque no los veo, por varias razones. 1) Son tediosos, los formatos no permiten explicar las propuestas; no están diseñados para construir articulando uno con el otro, sino para competir y ganarle uno al otro. Además, los analistas que traen los medios usualmente opinan según los anteojos ideológicos de cada uno. Prefiero leer con calma al día siguiente en Internet y los diarios los puntos críticos sostenidos por cada uno y formarme mi propio juicio.

2) Parto del principio que las promesas son electorales, para el show político, y tienen poco que ver con su factibilidad y realización. Una vez en el poder, quien quiera que sea presidente encuentra un contexto totalmente distinto al del escritorio pre electoral en el que se redactan las propuestas y estrategias de comunicación para ganarle al contrincante. Por lo demás, el presidente electo debe interactuar con un equipo de ministros, asesores, cronogramas, recursos financieros finitos y finalmente con el congreso, que son interacciones y circunstancias que modifican siempre las mejores intenciones de las promesas presidenciales de un candidato. A eso se agrega que montado sobre el caballo, surgen problemas y oportunidades inesperadas sobre las cuales los gobernantes tienen que actuar, que no eran previsibles en la campaña electoral.

3) Rara vez las predicciones de los analistas sobre lo que pasará durante el gobierno del elegido se cumplen, al menos así ha sido desde que tengo uso de razón. Ocurre que las promesas no pagan impuestos ni su incumplimiento es pasible de sanción. Se pueden hacer sin costo de reparación alguno por su incumplimiento y sin pasar por un filtro científico o económico de su viabilidad. Basta que se le ocurra a alguien algo que suena bonito y ya está. Podría prometérsele a cada ciudadano el 30% del PBI para educación, el 50% del PBI para salud, el 60% del PBI para carreteras, donarle una automóvil a cada familia, un pase libre de por vida para entrar a cualquier espectáculo deportivo, musical o cultural, darle una parcela de la plaza de armas, celebrarle su cumpleaños en marte… todo vale. No se rinde cuentas por su viabilidad y posterior cumplimiento.

Por lo tanto no le veo mucho sentido a discutir las propuestas en el terreno educativo, porque ningún candidato se arriesga a decir nada que requiera demasiada explicación o un esfuerzo de comprensión, que es lo propio de las propuestas innovadoras, por lo que ya sabemos que van a repetir lugares comunes de lo que la gente conoce o aspira (más presupuesto para educación, mejores sueldos para los maestros, más tecnología para alumnos y maestros, infraestructura, a lo que a veces se agrega alimentación para niños y excepcionalmente alguna palabra sobre deportes)

Entonces, ¿qué guía mi voto? Básicamente dos cosas. Una, los antecedentes de los candidatos y su entorno que enseñan sobre el sustento ideológico, político, económico, cívico, ético, desde el que salen “las buenas intenciones” y promesas que se escuchan en los discursos de campaña. Dos, los indicadores de capacidad de armar equipo, de gestionar y de resolver problemas en el momento que se presentan, en los contextos más complejos e inesperados (como por ejemplo el de un desastre natural, una guerra, o una pandemia). Es esa capacidad de gestión la que puede convocar a gente lúcida y audaz para hacer reformas, teniendo el tiempo y medios necesarios para explicarlos y persuadir a la opinión pública de su viabilidad, cosa que no es posible durante una campaña de slogans electorales.

Sabiendo que ninguno de los candidatos califica óptimamente en ninguno de los criterios, hago las mejores aproximaciones que me sean posibles para resolver quién de ellos me inspira más seguridad. Y entonces, siempre con temor a equivocarme, decido mi voto.

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