De las conversaciones con ex ministros y ex altos funcionarios ministeriales que ejercieron durante diversos gobiernos, se concluye que es preferible desempeñar el cargo de entrenador de la selección nacional de fútbol. Este apenas trabaja con 22 jugadores y algunos asistentes y directivos, en cambio el ministro –por ejemplo en educación- tiene que trabajar con 300 mil profesores y 8 millones de alumnos. El entrenador sabe bien cuándo empieza y cuándo termina su contrato, y si se lo rescinden repentinamente, le pagan como si hubiera cumplido todo el período. En cambio el ministro, sólo se entera con horas de adelanto cuándo empieza y nunca sabe cuándo y cómo concluirá, sin derecho a cobrar por los meses en los que queda desempleado. El entrenador una vez que se retira, así sea luego de un catastrófico desempeño, puede disfrutar de sus vacaciones sin mayor rendición de cuentas, en cambio el ministro debe quedarse en Lima, cuidar de su seguridad y rodearse de un ejército de abogados para que lo defiendan de los juicios que le abre cualquier afectado por su gestión o el propio Congreso de la República.

Por otro lado, pocos entendidos esperan seriamente del entrenador que la selección nacional llegue más allá de un empate en el 4to lugar y rara vez juzgan su moralidad. En cambio, de un ministro se espera grandes logros además de liderazgo, capacidad profesional, gestión eficaz y sobre todo idoneidad moral. Se espera que sea capaz de vencer cualquier tentación de favorecer a sus familiares o a empresas a las que pudieran estar vinculados, y de censurar a cualquiera de su entorno que sea sospechoso de corrupción, así sea un asesor, viceministro o director general. Por si fuera poco, el entrenador gana hasta cinco veces más que el ministro y difícilmente “se quema” como le ha ocurrido a la mayoría de los ex ministros en los últimos 15 años, que han terminado escondidos.

¿Cuál es entonces el aliciente para que un profesional de alto nivel acepte ser ministro en esta coyuntura y con un gobierno como el actual? Dura interrogante que Alejandro Toledo y Carlos Ferrero tienen que resolver. No basta ofrecer autonomía para cumplir las metas acordadas, apoyo presupuestal y facilidades para ejercer el liderazgo del sector (cosa inusual, dicho sea de paso). A algo tiene que comprometerse el Presidente respecto a sí mismo.