El “Día del Maestro” es una buena oportunidad para que los maestros hagamos una retrospectiva y autocrítica del año que pasó, para proyectarnos al futuro en las mejores condiciones posibles. En mi caso, mirando retrospectivamente mis 15 años de columnista y analista en los medios de comunicación, me percaté que pocas veces había criticado tan duramente a un Ministro de Educación pidiendo inclusive su renuncia. Ahora, terminada la innecesariamente prolongada y costosa huelga magisterial y sumergido en el espacio de reflexión que corresponde a los peruanos para entender mejor lo ocurrido, me preguntaba ¿qué me irritó tanto? ¿cómo así se dio un espontáneo consenso entre los analistas para censurar a un ministro?.

En lo personal descubrí que si bien tengo expectativas muy altas respecto a quien ocupa esa función ministerial, mi enojo hacia el Ministro Ayzanoa no solo se explicaba por su evidente inoperancia al frente del sector educación, sino que había más motivaciones. Él se convirtió en el depositario del enojo masivo de los peruanos contra aquellos políticos que engañan en las campañas electorales y más aún contra aquellos que como Ayzanoa justificaban dichos engaños con la mayor naturalidad.

Aducir que las promesas electorales del presidente Toledo no tienen porqué ser cumplidas por el candidato electo presidente es lamentable por donde se le mire, mucho más si se trata del representante del sector educación que representa el sector que lucha por cultivar los valores trascendentes en torno a los cuales esperamos construir nuestra nación. Pero además, había un enojo contra la inaceptable lealtad de congresistas o ministros que defienden a sus colegas en público, aún cuando en privado reconocen que merecen censura. Era el enojo también contra los funcionarios que no son capaces de renunciar cuando se hace evidente que se equivocaron garrafalmente o que ya terminaron su ciclo. En realidad, yo estaba muy enojado por la falta de ética en la función pública del representante de la educación del país.

Este ambiente caldeado no dejó espacio suficiente para reconocer oportunamente algunos de los logros del Sutep, más allá de mis reparos sobre la conformación de su liderazgo, sus propuestas y demandas.

Primero, el Sutep ha logrado demostrar una enorme capacidad de movilización del magisterio frente a reivindicaciones compartidas, de la cual podría aprender el propio gobierno.

Segundo, ha logrado rebajarle el sueldo al presidente, a los ministros y a todos los empleados públicos de mayor jerarquía, como consecuencia de la puesta en vitrina de las tremendas brechas salariales existentes en la administración pública, que obligaron al gobierno a proponer una reducción masiva.

Tercero, han sacudido a los líderes políticos por no respetar su propia firma en el Acuerdo Nacional cuando se comprometieron a incrementar el 0.25% del PBI anual para la educación.

Cuarto, han demostrado que si leyes obsoletas e incumplibles como la del magisterio no se reformulan a tiempo, se convierten en fuente de exigencia cuando los sindicatos negocian con un gobierno débil. Finalmente, han hecho notar la trascendencia del cumplimiento de la palabra presidencial como una demanda ética para la supervivencia armoniosa de una sociedad sana, que es algo tan central en la tarea docente.

Ante este panorama, los maestros merecen algún gesto de reconocimiento que debería incluir palabras de disculpa y aliento por parte del presidente Toledo.

Disculpa por las promesas incumplidas (y quizá incumplibles). Aliento porque más allá de las limitaciones, los maestros desempeñan una imprescindible labor en el país. El presidente debe ser capaz de hacer un deslinde entre sus detractores políticos y las decenas de miles de buenos profesores que han tenido que encarar un terrible dilema: si no hacían la huelga, nadie les iba a hacer caso en sus reivindicaciones remunerativas y profesionales. Si la hacían, perjudicarían a sus alumnos. Optaron por lo primero. Quizá los buenos maestros deberían aprovechar la calma post-huelga para pensar en acciones alternativas para evitar que en el futuro las injusticias contra ellos se conviertan en injusticias contra sus alumnos.

No podría terminar este análisis sin hacerle un merecido reconocimiento a Monseñor Bambarén por haber servido por enésima vez como figura providencial para el entendimiento entre las dos partes. Hacía falta un mediador que ayude a las partes a lavarse la cara frente a sus públicos y dar la sensación de que no hubo ganadores y perdedores, sino una mediación balanceada.

Ahora, todos lo que cumplimos una función pública, y me incluyo desde este rol de educador-comunicador, debemos aportar nuestro esfuerzo para voltear la página y ayudar a recuperar la serenidad y el diálogo concertador que necesitamos todos los peruanos. No esperemos otra huelga para poner la educación en la agenda.

Feliz “Día del Maestro”