El Tiempo 15 02 2014

Acabo de leer en un blog un párrafo genial escrito hace más de 40 años por Albert O. Hirschman en Salida, Voz y Lealtad; FCE, 1970. Escribió: «En una obra reciente traté de explicar por qué los ferrocarriles nigerianos habían trabajado tan mal frente a la competencia de los camiones… Me quedaba sin explicar la prolongada incapacidad de la administración de los ferrocarriles para corregir algunas de sus insuficiencias más obvias, a pesar de una competencia activa… Propuse la explicación siguiente: la presencia de una alternativa fácil al transporte por ferrocarril vuelve menos probable el ataque a las fallas de los ferrocarriles. Cuando se dispone de transporte en camiones y autobuses, un deterioro del servicio ferrocarrilero no es tan grave… tal deterioro puede soportarse durante largo tiempo sin generar fuertes presiones públicas… En lugar de estimular una actuación mejor u óptima, la presencia de un sustituto fácil y satisfactorio para los servicios ofrecidos por la empresa pública sólo la priva de un precioso mecanismo de información que opera al máximo cuando los clientes están cautivos. Los administradores de la empresa pública, siempre confiados en que la tesorería nacional no los abandonará, pueden ser menos sensibles a la pérdida de ingreso derivada del desplazamiento de los consumidores hacia un sistema competidor que a las protestas de un público enojado que tenga interés vital en el servicio y que al no tener alternativa arma un escándalo» (Jose Woldenberg / Educacion: voz y salida 26/12/2013).

De esta manera Hirschman trataba de dar a entender que mientras los usuarios ricos y pobres usan un mismo servicio, los ricos e influyentes ejercen presión para mejorar el servicio, sumado a la propia presión del conjunto de los usuarios. Pero cuando aparece una alternativa que permite a los más pudientes económicamente zafarse del mal servicio público para acudir a una alternativa privada, se pierde su capacidad de presión por lo que el servicio público lejos de mejorar empeora comparativamente con el privado. Y si a eso se suma que ninguna empresa pública quiebra porque es de propiedad del estado que siempre financiará sus déficits, no hay incentivo alguno en los trabajadores para esforzarse por sacar adelante la calidad del servicio público.

Eso es exactamente lo que ha ocurrido con la educación pública en toda América Latina y Estados Unidos, exceptuando algunas universidades públicas de Estados Unidos, Brasil, México, Uruguay, Costa Rica o Argentina que gracias al esfuerzo estatal lograron mantener su primacía en la calidad y con ello en las preferencias del público, tanto ricos como pobres.

El mismo Hirschman lo avisora para la educación escolar pública norteamericana y escribe: «Si en lugar de los ferrocarriles y camiones de Nigeria contamos la historia de las escuelas públicas y privadas en algunas partes de los Estados Unidos, obtendremos un resultado similar. Supongamos que… las escuelas públicas se deterioran. En consecuencia, un número cada vez mayor de padres conscientes de la calidad de la educación enviará a sus hijos a escuelas privadas. Esta «salida» puede generar cierto impulso hacia un mejoramiento de la escuela pública; pero aquí también este impulso es mucho menos potente que la pérdida por parte de las escuelas públicas de los miembros-clientes que estarían más motivados y decididos a pelear contra el directorio si no tuviesen la alternativa de las escuelas privadas».

Lo que ha pasado en la educación pública de Estados Unidos ha cumplido la profecía: el desinterés de los grupos de poder que resolvieron su problema mediante la educación privada ha arrastrado hacia abajo a la educación pública, exceptuando los distritos donde vive la gente de NSE más alto que usa sus impuestos y presión sobre el distrito escolar para obtener educación pública del mejor nivel.

Lo que Hirschman no ofrece es una propuesta para revertir el daño ya causado a la educación pública. Se me ocurre que si no hay un liderazgo gubernamental fuerte convencido de esta urgencia, aunado a una continua presión social que se exprese en todos los procesos electorales, sumado a la presión del empresariado que requiere contar con un capital humano nacional cada vez más calificado, no habrá salida.

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