A excepción de las emborrachadas 48 horas posteriores a algún ocasional triunfo de la selección peruana de fútbol de mayores, la mayoría de los peruanos coinciden en que el fútbol está en un nivel pobrísimo. De no ser por los grandes intereses de los auspiciadores, ni siquiera se trasmitirían los partidos. En este océano de mediocridad que incluye a dirigentes, clubes, jugadores, alguna prensa y especialmente autoridades gubernamentales incapaces de marcar políticas de Estado de fomento al deporte, aparece una isla de calidad conformada por un entrenador y algunos jugadores que en opinión de los entendidos tiene el potencial de avanzar a lugares expectantes en el próximo torneo mundial de Corea. Salvo, por supuesto, que atarantados por el modesto éxito inicial y por la displicencia dirigencial, se dobleguen como lo hacen sus mayores ante la responsabilidad que significa dejar de ser perdedores y empezar a ser ganadores. El caso sirve para preguntarse por alguna analogía con la educación pública peruana, merecedora en su mayor parte, al igual que el fútbol, del calificativo de mediocre. ¿Cuál es su sub-17? ¿Cuál es la isla de calidad a la que se puede señalar para mostrar que pese a todas las limitaciones es posible levantar la cabeza y mostrar realizaciones peruanas con un expectante potencial de convertirse en vanguardia regional? ¿Seguiremos engañándonos señalando el ejemplo de Fe y Alegría cuyos éxitos se deben más a su gestión privada y mística docente que a la acción del Estado? Quizá aquí esté una de las claves para sacar a la educación peruana de su estado de colapso cuasi terminal que condena a los alumnos peruanos casi irremediablemente al fracaso y la incompetencia. Quizá la acción del gobierno en lugar de limitarse a lanzarle salvavidas anuales al sistema para evitar que se hundan los ocho millones de usuarios atendidos, debiera proponerse simultáneamente generar estas islas de excelencia que sirvan de vanguardia al sistema en las cuales puedan mirarse como espejo e imán el conjunto de la educación peruana. Lograr que unas cuantas escuelas, institutos y universidades estatales alcancen desempeños a nivel del primer mundo podrían darnos esta doble sensación de que los peruanos sí podemos llegar lejos, y que el Estado es capaz de marcar las autopistas para alcanzar la excelencia. ¿Por qué no dedicar aunque sea el 3% del presupuesto para este emprendimiento que alimentaría positivamente al conjunto del sistema educativo?