“Es inaceptable que el Estado tenga que pagar indemnizaciones a senderistas o disculparse ante sus familiares”. Planteado así por quienes cuestionan la sentencia polémica e irritante de la CIDH, es difícil opinar en contrario. Sin embargo, si se analizan las dimensiones éticas, educativas y legales de la actuación ilegal y extrajudicial de los agentes del Estado peruano que anteceden a la demanda y a la sentencia, es posible tener otra mirada. El presidente Alan García, ex beneficiario y ex defensor de los fallos de la CIDH, ha proclamado al 2007 como el “Año del Deber Ciudadano”. El asunto es que los deberes son la otra cara de la moneda de los derechos. Los ciudadanos aprenden a cumplir sus deberes cuando sus derechos son respetados, especialmente por parte del Estado, que da el ejemplo, aun en situaciones complejas como lo es la lucha contra el terrorismo. Pienso que la fortaleza de las leyes y del Estado de Derecho se pone a prueba precisamente en los casos más difíciles. Es difícil y poco popular decir que “aun si los detenidos son criminales senderistas, el respeto a su vida pone a prueba al Estado, más que a los senderistas, y en su condición de asesinados extrajudicialmente, esos 42 presos fueron víctimas de crímenes de Estado” (sin que eso exculpe la calidad de criminales terroristas de los sentenciados). Es igualmente difícil de aceptar que si el Estado cometió crímenes (ya reconocidos por el propio Estado peruano ante la CIDH), éste debe ser capaz de reparar y prevenir su reiteración. El Estado debe estar siempre éticamente por encima de cualquier criminal. Si justificamos sin censura ni sanción actos como una violación de derechos humanos, tortura, golpe de Estado, disolución inconstitucional del Congreso y parecidos, habremos abierto la puerta para otros similares. Basta encontrar la excusa justificativa más popular y apoyarse con una encuesta. Así por ejemplo, el gobernante podría ordenar asesinar en el acto al próximo violador de menores, evasor de impuestos o corruptor de jueces, y pedir el aplauso popular para legitimarse. Sin duda, los ciudadanos perturbados y criminales que afectan los derechos de los demás deben ser juzgados, sancionados y condenados con severidad, pero por jueces y no “por órdenes superiores”. Si caemos en la justificación de actos criminales del Estado, deberemos empezar a cerrar las instituciones tutelares, escuelas, juzgados y prensa, y con ello apagar la luz de la democracia.