La globalización trajo como consecuencia la redefinición del rol del estado, que tuvo que dejar su rol regulador de los mercados nacionales -para lograr equilibrios macroeconómicos internos con bajo desempleo y adecuado consumo-, para pasar a orientarse hacia la competitividad externa. Eso trajo como consecuencia la inutilización de las herramientas clásicas de intervención de los estados sobre las economías, volviendo obsoletas las empresas estatales y debilitando el empleo público y los sindicatos. Había que desregularlo todo para destrabar el funcionamiento de los mercados: reducir aranceles, abrir economías, privatizar, facilitar la inversión extranjera, y desarticular las normas laborales. En este mismo contexto los servicios públicos (educación, salud, seguridad social) fueron volcándose hacia el mercado, permitiendo una mercantilización de la política social.
Este conjunto de políticas que parecían tener un efecto promisor en el corto plazo en muchos países de la región tuvieron efectos nocivos en el mediano plazo: generaron desocupación, creciente desigualdad social, deterioro de los servicios públicos y debilitamiento del entramado social. El estado, antiguo garante de la integración social, se fue debilitando y en muchas zonas del país desapareció. El trabajador dejó su condición de asalariado con derechos sociales que garantizaban su inserción social, para pasar a ser un recurso humano objeto de contratación, sin mayores beneficios ni estabilidad futura. Se incrementaron las formas de subocupación, se precarizaron las relaciones laborales que fueron perdiendo el carácter de relaciones socialmente protegidas, por lo que terminó ampliándose el sector informal de la economía.
Todo esto llevó a un creciente proceso de exclusión de los trabajadores del sistema productivo. El mercado de trabajo no solo dejó de operar como instrumento de distribución de riqueza, sino también como plataforma para proveer a los trabajadores y sus familias de un conjunto básico de derechos sociales. Debilitado, el movimiento obrero dejó de ser un actor principal en los pactos sociales y en cambio los excluidos, ahora más dispersos y diversos, al carecer de representantes formales que les permitan actuar como un colectivo organizado, empezaron a expresarse a través de acciones atomizadas, tomas, motines y demás. Así fue como la cuestión social se trasladó de las fábricas a la ciudad cuyos actores principales ahora son los informales y subocupados.
El mercado laboral ha quedado conformado por los incluidos, aquellos que tienen mejor posicionamiento usualmente gracias al capital cultural y económico de su hogar de origen, y por los excluidos, víctimas de la desocupación crónica, que afecta usualmente a quienes provienen de los sectores más pobres y marginados. Entre ambos se configura el sector informal amplio y heterogéneo de baja productividad y los empleados públicos, todos ellos con escasa posibilidad de ascenso social.
Así las cosas enfilamos al 2006 y escuchamos de diversos voceros empresariales su interés por activar más en la política, algunos seguramente para defender con más fuerza sus intereses personales, y otros, para contribuir al desarrollo humano del país que es la única garantía de nuestra supervivencia en el mediano plazo sin repetir las experiencias traumáticas de Sendero Luminoso o Juan Velasco.
Una de las características usuales de los gremios y voceros empresariales más visibles en los medios de comunicación, es su acentuada preocupación por lo problemas económicos del país (que afectan a sus empresas), y su divorcio respecto a los problemas sociales como desempleo, inequidad y exclusión que agobian a nuestro país.
Cuando se revisan las declaraciones de los grandes empresarios y sus gremios respecto a las crisis políticas, cambios de gabinetes, discursos presidenciales, usualmente dicen “no hagan olas que malogren la economía”. Rara vez escuchamos empresarios pedirles a sus colegas que procuren adecentar el empleo, apoyar a las familias de sus trabajadores, cuidar la paz social, desarrollar estrategas para incluir a los excluidos y amenguar la pobreza –más allá del consabido libreto de que el crecimiento económico es el que genera empleo-. En otras palabras, proyectan una imagen (que debo reconocer que no hace justicia a muchos empresarios de avanzada) de una total indiferencia frente a los dramas sociales y que lo único que les interesa es su bienestar económico. Al no haber empresarios “luchadores sociales”, este terreno queda ocupado solo por los sociólogos, politicólogos e intelectuales diversos -generalmente de izquierda-, con lo que se produce una fractura entre empresarios insensibles a los problemas sociales e intelectuales insensibles a los requerimientos que tienen las empresas para desarrollarse en una economía moderna. Esta fractura, proyectada al futuro, hace inviable nuestro país.
La pregunta que tiene que contestar el empresario que quiera incursionar en la política es qué apuestas está dispuesto a hacer para que la empresa, lejos de ser vista como una enemiga de las causas sociales del Perú, se convierta en su gran aliada