Injusticia e indignación produce ver la manera tan perversa y sofisticada como Alberto Fujimori se protege para evadirse de la justicia. Pero la pregunta que los educadores tenemos que hacernos es: ¿cómo se explica que hayan personas inteligentes que se hayan fanatizado convirtiéndolo en una especie de Jesús salvador que está siendo crucificado por quienes no entienden su valor y trascendencia? Son personas fanatizadas que pese a las múltiples evidencias del conocimiento y complicidad de Fujimori con la corrupción y los crímenes denunciados, tan autoevidentes, no debilitan su identificación ciega con el ídolo. Este delirio apologético llega a tal nivel que aún el hecho de que Alberto Fujimori devalúe la peruanidad para su beneficio es interpretado como una acción correcta de quien siendo inocente se está protegiendo de un Poder Judicial que no es confiable. Más delirante aún es el argumento de que el Perú le ha aportado a la humanidad un líder al que el Perú le queda chico y tiene que jugar en las ligas mayores de las grandes potencias. Se entiende el apoyo de los agradecidos por los beneficios políticos y/o económicos que obtuvieron a su costa y el apoyo de los pobres agradecidos porque hizo sentir la presencia del Estado -por única vez en sus vidas- en forma de colegios, carreteras, postas médicas, comedores populares, entrega de ropa, etc. Pero no se entiende a los fanáticos que parecen buscar un salvador mesiánico que ponga orden sin importar los costos, para quienes «el fin justifica los medios» (fórmula esencialmente antidemocrática). Estos fanáticos de una especie de religiosidad política desarrollan un culto a la personalidad considerada infalible, omnipotente y omnipresente, que puede corporizarse indistintamente en la forma de un Adolfo Hitler, Augusto Pinochet, Abimael Guzmán, Hugo Chávez o ahora Alberto Fujimori. ¿Cómo prevenir esto para construir una democracia decente? Básicamente se requiere de una educación que enseñe a pensar, razonar, desarrollar un espíritu crítico en los alumnos, para que generen sus propias ideas y no acepten la «palabra sagrada» de lo que dice el libro, el profesor o sus padres, que cual caudillos todopoderosos les expropian su libertad de pensar. Una educación que no reprima ni humille a los alumnos, para que no graben en su libreto mental la fórmula «lo que hicieron contigo de chico, hazlo tú con los demás cuando seas grande y tengas poder». En suma, una educación liberadora que rompa con la esclavitud mental tercermundista.