¿Qué país es digno? Aquél que coloca a su infancia en el centro de su agenda de prioridades. Aquél que tiene la visión de futuro para darse cuenta que la inversión de hoy en su infancia apuntalará el país del mañana. Aquél que entiende que los logros permanentes se construyen lentamente, acumulativamente, sin esperar resultados milagrosos de un día para otro, y que la sociedad adulta reflejará 25 años después aquellos valores y capacidades que se desarrollaron en las décadas anteriores con los niños.
En Noruega, Finlandia, Suecia o Israel, la infancia es la prioridad cental. Es inconcebible para ellos pensar en niños desnutridos o que tengan enfermedades prevenibles. En cambio en el Perú la infancia es periférica. Que mueran o se enfermen niños por falta de atención oportuna y adecuada no le quita el sueño a los gobernantes, congresistas o funcionarios públicos. Aquí podría terminar el diagnóstico del subdesarrollo peruano. Mientras los niños sean periféricos y prescindibles, el Perú será un país periférico y prescindible. Asi como censuramos a los padres que abandonan, maltratan o se incomunican con sus hijos, el destino censurá a los países cuyos gobernantes son incapaces de apostar por su infancia.
Según el INEI de 10 millones de niños peruanos, 6.5 millones son pobres y de ellos 2.1 millones son pobres extremos, con todas las implicancias que se puedan imaginar en términos de desnutrición, falta de atención médica y mortalidad. La cuarta parte de los menores de 5 años sufre desnutrición crónica lo que les ocasiona retardo en el crecimiento y enanismo. Todas estas carencias afectan su atención, concentración, desarrollo motor y neurológico, es decir, su aprendizaje dese antes de entrar a la escuela. Los resultados están a la vista. Para ellos, primer grado ya es tarde. Llegan con tantas carencias y desventajas que la tarea de salir adelante se vuelve monumental.
Durante mucho tiempo no tuvieron voz las mujeres, las ciudades fuera de Lima, los cocaleros, los homosexuales… Tuvieron que luchar, protestar, organizarse políticamente, a veces inclusive tomar acciones de fuerza, hasta tener voz y que ésta sea reconocida por los demás y respetada cuando llegaba a encarnar propuestas y logros. Pero los niños siguen sin voz, porque no pueden hablar por sí mismos. Esa es la tarea de los padres y gobernantes. Estos niños «sin voz» sólo serán escuchados cuando se vuelvan adolescentes trasgresores y adultos resentidos. Si fueron niños marginales y maltratados le devolverán su resentimiento a la sociedad. En cambio, si fueron queridos y atendidos le entregarán a la sociedad su optimismo y disposición favorable al estudio y al trabajo. Esta es la infancia que debríamos criar. Y esa tarea es imposble sin gobernantes decentes, sensibles y solidarios, capaces de escuchar la voz electoralmente invisible de la infancia.
El problema es que para escuchar a los «sin voz» que están afuera tenemos que escuchar primero a nuestras voces internas silenciadas y periféricas, aquellas que no queremos escuchar porque nos sacan de la comodidad indiferente. Eso significa ser introspectivos y autocríticos, sacarnos las máscaras y conectarnos con nuestras debilidades, necesidades y carencias. Eso significa hacer esfuerzos por vencer la indiferencia, el hedonismo, la búsqueda del placer personal inmediato y del logro político espectacular que se obtiene pisoteando principios.
El Consejo Nacional de Educación viene haciendo enormes esfuerzos por difundir la idea de que educación es sinónimo de desarrollo, y que infancia atendida es sinónimo de esperanza. Pero mientras estas ideas no sean asumidas por cada peruano de modo que sistemáticamente se pregunte qué puede hacer al respecto, no llegaremos muy lejos.
En vísperas del proceso electoral 2006 cuyos resultados posiblemente definirán nuestro ingreso ventajoso o nuestra despedida indigna del mundo moderno y globalizado del siglo XXI, deberíamos preguntarnos sistemáticamente qué candidatos están calificados para proveerle eso a nuestro país. Quiénes pueden exhibir una carrera, trayectoria personal, decencia y capacidad de liderazgo que pueden ayudar a movilizar a toda la nación en torno a los grandes objetivos comunes, aun a costa de los sacrificios que significa modificar tradiciones políticas y presupuestales, que son las que han dejado en la periferia a la infancia. A partir de esa pequeña reflexión política, los ciudadanos.
-especialmente los que carecen de recursos y requieren del rol tutelar del estado-, que orienten su voto hacia quienes puedan llevarnos al puerto deseado, podrán afirmar con tranquilidad de consciencia «yo hice algo por nuestra infancia».