El Tiempo, Piura 22 10 2016 Diarios regionales 23 10 2016

Uno de los saberes comunes (sin fundamento científico alguno) más instalados en nuestra cultura educativa es que los niños se benefician de las experiencias de frustración y fracaso, porque los motivan a esforzarse más para salir adelante y con ello van aprendiendo a lidiar con los rigores de la vida real. Incluso se aduce que están sobreprotegidos. Lo curioso es que no hay evidencias de que sea así o que el trato sea significativamente diferente al de la generación anterior.

Si miráramos el mundo desde los ojos de los niños veríamos otra cosa: no consiguen lo que quieren, constantemente enfrentan los juicios críticos y las amonestaciones, castigos y el “no” de sus padres y maestros, e incluso manifestaciones agraviantes de sus compañeros.

La investigación psicológica no avala la creencia de que el fracaso o la frustración sean beneficiosos per sé ni que los niños estén mejor preparados para experiencias no placenteras futuras por el hecho de haberlas enfrentado cuando son niños.

Usualmente cuando un niño fracasa se siente mal consigo mismo, inseguro, incompetente, lo que puede derivar en un desaliento que lleve a nuevos fracasos, o a buscar los caminos más fáciles frente a los retos para no pasar por el trance de fracasar.

Para la educación, lo que importa es el contexto y la naturaleza de la actividad en la que se produce el fracaso para poder entender su impacto temporal o duradero en el niño. Por ejemplo, si se afecta ante el continuo fracaso escolar por exigencias muy altas del profesor, o si en vez de convocarlo para hacer algo complejo respetando su opinión se le ordena hacerlo contrariando sus deseos. O, si el niño siente que al evaluador solo le interesa su desempeño en pruebas y las notas más que su disfrute por lograr realizar bien la actividad propuesta. Darle calificativos negativos (señal de fracaso) y censurar al niño por su dificultad para hacer lo que no está a su alcance ¿en qué contribuye a su fortalecimiento personal?

Más sentido tiene asumir que son los éxitos iniciales y el disfrute de los primeros peldaños del aprendizaje los que auguran un futuro en el que el niño se sienta capaz de enfrentar los retos más complejos.

En FB:

Artículos afines:

“Cariño, ten cuidado que te vas a caer”: por qué los niños necesitan menos sobreprotección y más juego libre

“Un niño al que le hacemos todo crecerá pensando que no es capaz de hacer nada”

“Gritar a los niños de forma continuada tiene un efecto en su cerebro similar a la violencia física”

¡Qué belleza! OJO para los educadores de inicial y los fracasos en los primeros grados. El elefante encadenado – Jorge Bucay (Cuentos para pensar)

¡Soy incompetente!: el sentir usual de los escolares

Entre el Fracaso y la Imaginación

El derecho de los niños a perder

¿Quiere un hijo exitoso? Déjelo fracasar

Autopercepción del Exito y del Fracaso

La sobreprotección de quienes ‘sobrevuelan’ la vida de sus hijos. Algunos padres viven advirtiéndoles de peligros a los que se exponen y evitando que se equivoquen. Todo padre quiere que su hijo esté bien y que nunca le pase nada malo. Lo que se le olvida es que el niño se tiene que caer para aprender a caminar, y que de caída en caída conseguirá el equilibrio y la fuerza para hacerlo bien. A estos padres sobreinvolucrados se les pasa que solo de los errores se aprende, por ello hay que permitir que nuestro niño o niña cometa errores y fracase para que se fortalezca.

‘Está bien que los hijos sufran y se frustren’: Alejandro de Barbieri. El psicólogo uruguayo explica en esta entrevista su propuesta a los padres de educar sin culpas. Frustrar es educar. Esa podría ser la frase que resume el libro ‘Educar sin culpa’, del psicólogo uruguayo Alejandro de Barbieri. La sentencia, que resulta fuerte y directa, busca retratar una realidad: si se evita que los hijos se frustren, se está evitando que crezcan y maduren. Los padres de hoy somos padres ‘culpógenos’. Tenemos miedo de que nuestros hijos no nos quieran, con lo cual eso nos tranca el rol

¿Y si estamos ahogando la sed de aprender de los niños con un bombardeo de estímulos? Los incentivos externos saturan los sentidos, empachan y anestesian la capacidad de saborear lo lento de lo ordinario CATHERINE L’ECUYER «¿Dónde marchitó aquel asombro? ¿Y si la sed de aprender se hubiera ahogado en un océano de información sin sentido, en un bombardeo de estímulos externos compuestos por ruidos, contenidos y horarios que no respetan el orden interior de los niños, y por qué no decirlo también, de nosotros sus padres? Para que la sed sea sostenible, es preciso dejar beber poco a poco a la persona de una fuente que se ajuste a sus necesidades reales. ¿Hay que sorprenderse si uno se ahoga intentando tomar un sorbo de una boca de incendio? El asombro es lento, saborea la realidad a la que se acerca por primera vez, o como si fuera por primera vez. En cambio, los estímulos externos que saturan los sentidos empachan, embotan, anestesian el deseo, la sensibilidad y la capacidad de saborear la dimensión estética y lo lento de lo ordinario».

TIME OUT y PAUSA PARA PENSAR

Los efectos en tus hijos del ‘rincón de pensar’ y otros castigos

OLGA CARMONA 9 NOV 2016 elpais.com (España)

Aislar e ignorar física y afectivamente al niño sólo logran que obedezca por miedo

Una madre encadena a una farola a su hija de ocho años por faltar a clase, era el titular de la noticia publicada en este medio hace unos días. Estoy convencida de que la mayoría de los padres y madres que la leyeron pensaron que era una barbaridad. Sin embargo, y conviniendo con todos en que efectivamente lo es, yo quiero hoy hablar de otras formas de maltrato infantil cotidianas, normalizadas, asumidas por la mayoría de los que educan y que llamamos eufemísticamente castigo.

La forma en que castigamos a nuestros niños ha evolucionado en los últimos años, en los que el castigo físico es cada vez menor y peor visto, porque además es ilegal. Sin embargo, han aparecido formas aparentemente más benignas, como la famosa y generalizada “silla o rincón de pensar”. Este engendro gestado y parido por el conductismo más mohoso y maquillado no es otra cosa que el famoso tiempo fuera (time out) disfrazado de moraleja reflexiva. De todos los que somos padres o educadores es sabida la capacidad de reflexión que tiene un niño de tres o cuatro años sobre un suceso o una conducta inadecuada. Hagan el experimento y pregunten a un niño qué ha estado pensando después de estar un rato sentado en la silla de “pensar” y sin riesgo a equivocarme la mayoría le dirá que solo a que pasara el tiempo y le dejaran continuar su vida.

Eso, en el mejor de los casos, porque la silla de pensar es la silla del resentimiento y la confusión. Es una técnica punitiva, se trata de una expulsión o aislamiento del niño sin dotarle de ningún tipo de herramienta para que aprenda a gestionar el conflicto. Un niño no sabe pensar si no es guiado y acompañado con un adulto y desde luego, nadie puede pensar inundado de ira o de frustración. Aislar e ignorar física y afectivamente a un niño no educa. Por el contrario, contenerle, ayudarle a calmarse (respiración, frasco de la calma, un cojín preferido, un abrazo si se deja, unas cuantas carreras…), para después guiarle hacia una reflexión sobre lo ocurrido y tratar conjuntamente de encontrar una mejor manera de hacer las cosas, sí educa. Porque no se trata solo de decirle lo que no es correcto, sino de mostrarle caminos alternativos al mal comportamiento. Incluso pueden utilizarse recursos como teatralizar la situación con las nuevas estrategias para que “ensaye” su puesta en marcha, o darle al botón imaginario del retroceso para tener la oportunidad de esta vez, hacerlo bien. Ellos necesitan saber cómo y es nuestra responsabilidad ayudarles. No expulsarles.

Nos han entrenado durante generaciones para pensar que el castigo, adecuadamente suministrado, es educativo. Y no lo hemos cuestionado. Desde la ciencia conductista que experimenta con perros y ratas de laboratorio, nos dijeron que el castigo modifica la conducta. Y es verdad. Al menos, en el caso de las ratas y los perros. La cuestión es que modificar la conducta no es educar, es adiestrar. Es hacer que el otro haga lo que es presuntamente correcto por miedo y por sumisión porque estoy ejerciendo una acción punitiva sobre él.

Hemos normalizado grandes dosis de violencia contra los niños en nombre de su educación, en el peligroso “por su bien”. Forma parte de la cotidianidad de los hogares la amenaza, la violencia verbal, el silencio, el chantaje, la sumisión. Hablo de una sociedad que entiende la educación y la crianza de forma vertical donde yo adulto, tengo la prerrogativa de administrar la dosis de respeto y dignidad hacia ti que por ser menor y/o saber menos que yo, estás por debajo. Hablo de una sociedad profundamente adultocentrista y violenta en su forma de vincularse y ejercer el poder. Hablo de miles de generaciones que han transmitido todo esto como la sangre que nos corre por las venas sin cuestionamiento alguno, porque cuestionar eso era cuestionar a quien lo ejerció sobre nosotros.

Las consecuencias del castigo

Pero además de que el castigo, en cualquiera de sus variantes, atenta contra la dignidad de quien lo recibe, intoxica el vínculo padre-hijo, produce resentimiento, anula el criterio, genera indefensión, conductas evitativas, y violencia, fragiliza una autoestima en construcción, genera ansiedad y miedo, y perpetúa el modelo anacrónico, simplista e ineficaz de educación, que ya no defenderían ni los conductistas más radicales. Se trata de un modelo aprendizaje que corresponde al siglo pasado y experimentado inicialmente con animales, para generalizarlo después al comportamiento humano. El castigo modifica la conducta, es efectista y nos encanta porque crea el espejismo de que hemos sido capaces de corregir aquello que el niño ha hecho mal, víctimas de la inmediatez de todo lo que hoy nos ocupa. Educar es una carrera de fondo, que consiste básicamente en sembrar la motivación intrínseca en el propio niño para hacer lo que ha de hacerse. Con los castigos no se interioriza el aprendizaje a largo plazo, los niños solo obedecen por miedo y se dejan fuera las variables emocionales y cognitivas, que son básicamente el barro del que estamos hechos.

Se trata de construir cimientos sólidos desde dentro, no convertir a nuestros hijos en marionetas manejadas por la aprobación o desaprobación del entorno, siendo capaces de estimular el criterio propio y el sentido de la dignidad. Se trata de romper un círculo vicioso transmitido por generaciones donde hemos creído que para educar es necesario violentar, coartar, rescindir, amenazar, mientras que simultáneamente les ahorramos por sobreprotección la posibilidad de experimentar las consecuencias del error, construyendo sin querer una sociedad individualista, poco empática que nunca se pregunta el porqué de una mala conducta y solo tiende a eliminarla. Si educamos en el resentimiento obtendremos adultos con deseos de venganza que la ejercerán en cuanto se les brinde el poder para ello: como padres, como jefes, como vecinos, como individuos en definitiva que se relacionan con ese oscuro lugar.

La pregunta obvia entonces es que si no disponemos de esta herramienta tan socorrida para combatir el mal comportamiento, ¿cómo lo hacemos? Yo abogo por un modelo educativo basado en la prevención y en la comunicación emocional. Un modelo donde, por supuesto, hay límites razonados y donde no evito que el niño sienta las consecuencias naturales de un mal comportamiento. Son estas las que nos servirán de vehículo para la reflexión, acompañada y el aprendizaje a través de la experiencia, único aprendizaje verdadero que conduce al crecimiento sano y a la madurez. Un modelo que pone más luz en lo que se hace bien que en el error, un modelo donde dicho error es un recurso genuino y valioso para el aprendizaje, no algo a combatir.