La familia es la unidad fundante del tejido social, es el espacio natural para la crianza sana de un niño. Si esta familia entra en crisis porque los padres no pueden conseguir ingresos para subsistir, la familia implosiona, se rompe por dentro. Usualmente el padre abandona el hogar y los niños quedan desprotegidos. Con ello se debilita la base afectiva de la sociedad, a través de la cual se transmiten los valores y se previenen las conductas trasgresoras de los niños y jóvenes. Se pierde la oportunidad de la prevención de los principales males sociales.

Bernardo Kliksberg sostiene que es explosiva la combinación de bajos niveles de educación y de ingresos, porque eso mina el derecho de los niños a ser integrantes de una familia que les de el soporte para su desarrollo afectivo (16/7/2008 Safe Democracy Foundation). Como muestra señala que en Estados Unidos el 50.4% (la mayoría) de las mujeres estadounidenses menores de 30 años que tuvieron un hijo en el año 2006 lo hicieron fuera del matrimonio. En las mujeres afro-norteamericanas el porcentaje asciende hasta el 80% y entre las latinos llega al 51%. En todos esos casos los cónyuges masculinos jóvenes tienden a desertar, dejando a la familia carente de padre. Los jóvenes de afro-norteamericanos que ganan más de 60.000 dólares anuales, tienen cuatro veces más probabilidades de estar casados que los que ganan menos de 20.000 dólares, no porque éstos no quisieran formar familia, sino que no ven posibilidades de tener una vivienda, trabajo y condiciones de sustentabilidad básicas de un núcleo familiar.
Un estudio de la Universidad de Buenos Aires sobre lo que le pasó a la gente desocupada por períodos prolongados durante los diez años del gobierno de Menen (desocupación entre 13% y 22%) encontró que tarde o temprano la familia se autodestruía, creciendo las cifras de violencia doméstica y todos los indicadores de desarticulación familiar. Encontró un fenómeno similar en familias de clase media en las que el cónyuge masculino perdía su empleo. Este tendía a autodestruirse y a destruir su familia, ante la impotencia de la desocupación y la imposibilidad de insertarse en la sociedad. Algo parecido ocurría también en familias de mejor nivel socioeconómico.

En Estados Unidos se hizo un estudio sobre chicos que pertenecían a familias donde los padres almorzaban o cenaban al menos una vez por día con toda la familia y sobre chicos que pertenecían a familias donde rara vez se comía juntos. Quince años después los chicos de las familias donde había un hábito de compartir la mesa tenían mucho mejor desarrollo en la vida que los otros. Tenían más equilibrio emocional, mayor inteligencia emocional, estaban mejor dotados para enfrentar los riesgos de la vida. Eso se debía a que ese vivir en familia les daba identidad, le permitía sentirse parte de una cadena, que no estaban solos en el mundo. Además aprendían a elaborar, confrontar, discutir, acatar y una serie de cualidades que después los ayudarían en la vida social (nuevamayoria.com 29/5/2006).
En las encuestas se observa que para los jóvenes la institución con mayor credibilidad es la familia. Casi el 90% de los jóvenes latinoamericanos la ven como una institución de alta credibilidad, a diferencia de lo que pasa con los políticos u otras instituciones donde hay altísimo descreimiento. Para ellos la familia es el único lugar donde tienen incondicionalidad, donde tienen una retroalimentación auténtica y real, en la que vuelcan sus confidencias. Esa es la institución que la pobreza destruye.

Kliksberg sostiene que las sociedades se han vuelto indiferentes a la pobreza. La toman como un dato de la naturaleza humana. Esto, que es éticamente inaceptable, ha perdido la capacidad de irritar a las personas que asumen que la desigualdad social es un hecho de la naturaleza con el que hay que vivir.
Pocos se perturban con el sentido antiético del hecho de que en las sociedades latinoamericanas el 10% más rico posea el 48% del producto bruto nacional y el 10% más pobre tenga solo el 1,6% del mismo, o sea, una distancia de cincuenta a uno, según datos del Banco Mundial y CEPAL. En ese contexto el maltrato que sufre la familia es tremendo y el impacto social de los niños criados en esos hogares desestructurados es más elevado aún.
Resulta fundamental entonces que las políticas de estado se orienten a proteger a las familias, más aún frente a épocas de crisis como las que se avecinan, porque los efectos de corto y largo plazo en los hijos podrían ser devastadores. Valdría la pena prestar atención a programas sociales como el ‘Bolsa Familia’ de Brasil, ‘Oportunidades’ de México, y el programa de contratos con las familias más pobres de Chile.