El viceministro de Educación, Idel Vexler, anunció que los 12 millones de textos escolares gratuitos para la escuela pública primaria estarían listos recién en mayo y los 7 millones para secundaria recién en agosto. Es otra bomba de tiempo dejada por la gestión ministerial anterior que prometió un procedimiento impecable y transparente.

Javier Sota y su nuevo equipo deberían preguntarse frente a esos plazos de entrega si tiene sentido imprimir los libros de secundaria para lo poco que quedará del año 2004, o si sería preferible detener la impresión y sacarlos recién para el año 2005, desistiendo además del cuestionado convenio con la OEI. Eso además daría tiempo para revisar y pulir el también discutible currículo de secundaria que les legó Malpica.

En su lugar, se podría dedicar el año 2004 a la emergencia educativa, capacitar a los maestros en lecto-escritura y cálculo para que ése sea el foco central de su trabajo escolar, el cual puede realizarse con los textos que los alumnos aún tienen del año pasado.

En el ínterin sería necesario definir una política nacional de textos escolares que incluya el tema de las adquisiciones, distribución oportuna y capacitación para el uso de los textos. Al respecto quisiera sugerir una ruta a seguir.

El Ministerio de Educación debería anunciarles a principios de año a las editoriales establecidas, que está dispuesto a pagar digamos 10 soles por libro que esté en el mercado y que haya sido evaluado favorablemente por el Ministerio de Educación (sin errores, con pertinencia curricular, etc). Las editoriales que quisieran vender sus libros a ese precio se lo harían saber al ministerio, que armaría un catálogo que se mandaría a todos los colegios del Perú en junio para que cada uno escoja con qué libros quisieran trabajar sus profesores.

Las editoriales se comprometerían a hacérselos llegar en febrero de cada año y a capacitar a los profesores en vacaciones o en marzo. De este modo, en lugar de que el ministerio escoja un solo libro por curso para todos los colegios del Perú, sería cada colegio público (como ocurre en los privados) el que escogería con cuáles de los libros autorizados quisiera trabajar.

Eso sería mucho más simple, democrático y educativo, y dejaría al ministerio en el rol de controlador de calidad en lugar del de editor de libros, que no es su especialidad.