Si introdujéramos los datos sobre la realidad educativa de nuestro país en una computadora, esta concluiría que jamás podremos competir con la del primer mundo. Cada vez tenemos profesores con formación más débil, burócratas más ineficaces y alumnos que aprenden menos. Cada vez menos inversión por alumno y fracasos más generalizados. Sin embargo, si pusiéramos esos mismos datos en el corazón de los profesores o en la boca de los políticos y burócratas oficiales de la educación, dirían que hay mucho espacio para ser optimistas y que en nuestro país se producen experiencias innovadoras. Citarán algunas pocas experiencias educativas exitosas –siempre las mismas- procurando consolarnos y proveernos de alguna ilusión triunfadora que opaque una realidad muy deprimente: la mayoría de los alumnos de la secundaria de hoy no saben leer y escribir con solvencia, ni multiplicar ó dividir fluidamente.

Ocurre que las políticas y propuestas educativas han dado tantas vueltas sofisticadas en torno a las teorías inventadas por los europeos y las prácticas educacionales vendidas por los organismos de cooperación internacional, que los nacionales nos hemos quedado en nuestra ruina pedagógica. Los profesores enseñan bajo el enfoque del constructivismo sin saber de qué se trata; dicen educar hacia la democracia pero lo hacen con métodos autoritarios; sugieren fomentar la integración y la tolerancia pero usan estrategias rígidas, uniformes y autoritarias. El Ministerio propone una pedagogía que se distancie del memorismo y fomente el pensamiento crítico, creativo y libre, sin embargo propone un currículo enciclopédico y memorístico. Y así, seguimos abriendo la brecha entre el discurso y los hechos.

En una conferencia los estudiantes de pedagogía me preguntaron. ¿Cuál es su mensaje a los futuros profesores? Mi respuesta fue: «No estudien educación». Extrañados, repreguntaron por qué. Les dije: «No estudien educación si esperan que los gobiernos cumplan sus promesas y resuelvan sus carencias; si esperan ser tratados como verdaderos profesionales a la par de los médicos, ingenieros o abogados; si quieren garantizarse ingresos decorosos; si no están dispuestos a nadar contra la corriente».

Cuando después me preguntaron sobre la calidad de la formación docente les dije: «Deben saber que, salvo escasas excepciones, lo que les han enseñado hasta hoy en los institutos pedagógicos y facultades de educación no sirve para lidiar exitosamente con la mayoría de los alumnos que encontrarán en las aulas. Si cuando sean profesores van a hacer con sus alumnos lo mismo que por décadas sus antecesores hicieron con ustedes, obtendrán los mismos resultados insatisfactorios. Para eso, mejor no estudien educación”.

A los estudiantes latinoamericanos de educación se les aliena en su formación. Se les enseña las teorías pedagógicas suizas, francesas o estadounidenses porque no existen las locales. Se les propone objetivos y se les inculca metodologías copiadas de otros países, porque no se diseñan y producen seriamente los nuestros. Se les hace depender de los lineamientos que producen funcionarios ministeriales que por años se han sometido a los designios de costosos consultores internacionales, que han sido incapaces de estimular la creatividad del pensamiento educativo nacional.

No se trata de culpar a los maestros por el bajo desempeño de nuestros escolares, porque los fracasos –pese a los loables esfuerzos docentes- se deben a que lo que les enseñaron u ordenaron hacer no sirve. Eso de ninguna manera pone en cuestión la enorme vocación y sacrificio de muchos de ellos, sin los cuales millones de niños latinoamericanos no se hubieran alfabetizado o siquiera pisado una escuela. Es el sistema vigente y los actores políticos los que han degradado la educación.

En suma, la docencia en nuestros países es un reto solo para los fuertes, para quienes tienen sólidas convicciones, ideales e inspiraciones, para quienes se sienten capaces de luchar por sus derechos desde la arena política pero sin contaminar el aula y sin convertir a los alumnos en las víctimas de su adoctrinamiento o agresión. Por eso mi mensaje a los jóvenes es que estudien educación si se sienten capaces de ser creadores, hacer cosas diferentes y romper con el pasado. Estudien educación si quieren realizar su vocación navegando contra la corriente, muchas veces solitarios, tolerando la incomprensión y los golpes desde diversos flancos. Estudien educación si creen en su país, si son capaces de verse realizados a través de los éxitos de sus alumnos con más limitaciones. Aquellos que quieran limitarse a cumplir una profesión de manera rutinaria, sosegada, siguiendo solamente las pautas que le han dado sus profesores, están perdiendo el tiempo. Entrar a la educación es entrar a un mundo en el que tenemos que cambiarlo casi todo. El que no esté dispuesto a eso, mejor que se retire.