El 4 de diciembre nos visitó el diputado federal brasilero Paulo Renato Souza, exitoso ex ministro de educación del gobierno de Cardoso entre 1995 y 2002. Invitado por el Consejo Nacional de Educación, expuso y debatió el tema “Lo que podemos aprender de la experiencia de Brasil en la construcción de una propuesta educativa para el futuro”.

Después de escucharlo y asociar sus experiencias con las que conocemos de otros países, me surgieron cuatro ideas centrales. En primer lugar, lo que pasa con la educación en Brasil es casi un calco de lo que pasa en Perú, Chile, Argentina, México… Toda América Latina parece cortada por la misma tijera y atravesada por los mismos problemas.

La buena noticia es que eso permite aprender de lo que funciona bien en países similares al Perú, más que de lo que ocurre en realidades tan distantes como la de los países europeos o asiáticos cuya educación tiene otra historia y contextos económicos, culturales y organizativos. Así, una de las decisiones de mayor impacto para mejorar el atractivo de las instituciones educativas para retener o aumentar la cobertura escolar es el mejoramiento visible de su infraestructura y servicios, que resulta de asignaciones directas de dinero estatal a cada colegio, en función del número de alumnos. Eso permite a los centros educativos ejercitar la autonomía escolar en el desarrollo de sus proyectos educativos, basándose tan solo en las decisiones mancomunadas de profesores, directores y padres de familia.

La mala noticia es que ninguno de estos países ha tenido éxito en catapultar su educación hacia un nivel que ofrezca la esperanza de una pronta equiparación de la calidad con los países líderes del mundo. Cada vez que América Latina da un paso hacia adelante los asiáticos, australianos, neozelandeses, finlandeses, suecos, dan dos. Así nunca cerraremos las brechas.

Cuando en los años 1990’s los latinoamericanos tenían un promedio de 6 grados de educación acumulada, CEPAL decía que se requería 11 años de educación acumulada para salir de la pobreza. En estos años la educación promedio acumulada subió a 8 grados, pero el requisito para dejar la pobreza según CEPAL es 13 años. Es decir, no se cierra la brecha entre la educación acumulada y el capital educativo cultural necesario para salir de la pobreza.

En segundo lugar, resulta notable observar que ninguno de estos países tiene una visión de los escenarios futuros hacia el 2020 que debería servir de insumo para los políticos y decisores de hoy, ya que de la formación que se les de hoy a los escolares dependerá su capacidad de insertarse exitosamente en el mundo social y laboral del 2020 en adelante. Se sigue pensando que el futuro es una prolongación lineal del pasado por lo que poner un poco más de dinero y eficiencia en las fórmulas del pasado supondría tener éxito en el futuro. A todas luces, eso es inútil.

El diseño de la escuela actual que viene desde principios de siglo pasado, no sirve para los pobres. Fue diseñada para las clases medias y altas que no tienen limitaciones desde la crianza, estimulación temprana, nutrición y salud. Cuando a mediados del siglo pasado se incorporó a los pobres a la escuela primaria y luego secundaria, se les exigió que se comporten como si fueran de clase media. A los sobrevivientes pobres de la primaria los canalizaron hacia la educación técnica en la secundaria. Así, los egresados del sistema que llegaban a la universidad y de allí a los mejores puestos laborales eran quienes tenían ventajas desde el inicio. En cambio, los pobres se iban quedando regados en el camino abandonando la primaria o la secundaria o eventualmente lograban el acceso a la universidad o a carreras técnicas para ocupar luego empleos de baja calidad. Este diseño no sirve para los pobres y tiene que ser reformado para que se convierta en un sistema pro-pobre. Pero allí viene la siguiente limitación.

Resulta clarísimo que no hay reformas sin dolor. No se pueden producir cambios significativos sin pisar callos sobre todo magisteriales, sin afectar intereses de grupos sobre todo de promotores de institutos y universidades (públicas y privadas), sin dar la pelea política, sin una fuerte inversión económica continua en el tiempo, sin una comunicación persuasiva a los padres para que se conviertan en los aliados de las reformas. Por todo ello, si la reforma educativa no tiene todo el peso político del apoyo decidido del presidente, el ministro de economía y la coalición parlamentaria de gobierno, no hay opción de éxito.
Si el Perú quiere dar saltos que logren cerrar las brechas de calidad, las reformas cruciales para el 2011 ya deberían estarse debatiendo y perfilando.