Correo 14 11 2014

Las principales universidades alegan que forman líderes. Ser líder se ha vuelto sinónimo de tener altos logros académicos, destacar entre los pares y convertirse en un personaje dominante en el futuro. Pero en realidad, todas esas menciones al liderazgo apuntan a la ambición de ganar en la escalada para llegar a la cima en la jerarquía organizacional. En esa acepción se trata de un liderazgo vacío de contenido social, porque alude más bien al talento para maniobrar y escalar. Nada cercano al concepto tradicional del liderazgo inspirador que alude al sentido del deber, honor, coraje, dureza, gracia, desinterés personal, devoción por el beneficio de los demás.

Quien sabe habría que reconocer que los mejores líderes son pensadores, personas capaces de reflexionar críticamente en relación a las organizaciones y la sociedad a la que pertenecen, capaces de hacer preguntas más que dar respuestas, que no solo saben cómo hacer que las cosas se hagan sino también si vale la pena hacerlas, que no proponen los caminos a seguir sino los hacen emerger del grupo y son capaces de formular nuevas direcciones para hacer las cosas.

Todo ello demanda imaginación y coraje, no solo para promover esas ideas sino para resistir a todos los que las quieran sabotear.

Quizá si formáramos en ese tipo de liderazgo en ambientes educativos y con enfoques menos jerarquizadores donde lo más importante es ganar y derrotar a otros, tendríamos una sociedad más inclusiva, generosa y solidaria.