Año 1968: egresé del colegio inclinado hacia las ciencias, consecuencia natural del placer que sentí al estudiar Matemáticas, Física y Química utilizando mi capacidad de razonamiento. A la inversa no disfruté de Biología y Humanidades, por el carácter enciclopédico y memorístico de la enseñanza y los exámenes. A pesar que habían empezado recientemente fuertes vientos de cambio en el colegio bajo la conducción del excepcional pedagogo israelí Eliahu Kehati, lo esencial de mi formación ya se había instalado acumulativamente desde mi infancia. No necesitaba evaluación vocacional. Era obvio que tendría que ser ingeniero si quería colocar en alto mi prestigio académico. Año 1969: ingresé a la UNI y a la Católica. Escogí la UNI porque me gustó más su examen de ingreso informatizado con preguntas abundantes, breves pero exigentes, frente al examen de la Católica consistente en solo 5 problemas por área, cuyas respuestas se calificaban incluyendo el procedimiento correcto, el orden y aseo. Mis clases en la UNI empezaron en agosto porque perdimos un ciclo por una huelga de postulantes, que tomaron la universidad exigiendo más vacantes. El primer ciclo fue fatal. Tenía que llevar Física I y Matemática I. Pero las derivadas e integrales que tenía que aplicar en los problemas de Física I me las enseñarían recién hacia la segunda mitad del curso de Matemática I, aunque ambos se dictaban simultáneamente. Me era imposible aprobar así Física I. Con los años descubrí que los ingenieros que hicieron los currículos de ingeniería no entendían nada de integración curricular, ni tampoco de las ventajas de articular con cierta simultaneidad la teoría con la práctica sin tener que esperar a los talleres prácticos del 4to año. Año 1970: ya no disfrutaba mis estudios de ingeniería. Pero como ya había empezado la carrera, me hicieron sentir que tenía que terminarla. Así que los siguientes 5 años fueron de los peores de mi vida estudiantil. La venganza (autoinfligida) fue no hacer mi tesis. Colaboraron bastante dos factores adicionales: primero, mi sensación de que lo que había estudiado en 5 años no me ponía en condiciones de hacer esa tesis. Segundo, los temas que me proponía el asesor me resultaban inaccesibles. La tentación de comprar una tesis hecha no me venció. Año 1975: abandoné la carrera para siempre. ¿Fueron 7 años perdidos? ¿ganados? Perdí porque acumulé un capital de conocimientos con rendimiento profesional nulo. Gané porque mientras estudiaba la carrera aprendía matemática y física, cursos que enseñaba en esa época con lo que consolidé mi vocación educadora. Gané porque me tomaron solo 6 años desistir de seguir una ruta que me garantizaría solo sufrimiento y frustración. Gané porque para estudiar los cursos de ingeniería tuve que desarrollar herramientas mentales que me permitían pensar holística y sistémicamente, lo cual he complementado como las herramientas intelectuales que me dieron luego mis estudios de educación y administración. Gané porque tan importante como aprender algo sea o no relevante, es la dosis de esfuerzo que uno invierte en tratar de aprenderlo. ¿Lo haría de nuevo? No. Quizá lo que haría hoy en día sería trabajar en lo que pudiera desde la alta secundaria, diferir mi ingreso a la universidad y con los ahorros viajar, conocer mundo, entender a los diversos grupos humanos, desarrollar mi visión del Perú, madurar, hasta descubrir mis intereses y vocaciones más auténticas. Si en lugar de invertir 6 años universitarios en estudiar algo irrelevante para mi vocación verdadera hubiera dedicado un par de años para madurar e iniciar luego una carrera en la que sí pudiera cultivar mi motivación y vocación, el balance saldría favorable. Esto podría sonar extraño a los padres apurados para que sus hijos de 15 años ingresen a la universidad y de no pocas tesorerías universitarias que tratan de capturar estudiantes aún antes de haber terminado el colegio. Una prueba de fuego para los padres de estudiantes de secundaria es la de tomar distancias de “lo que todos hacen” para observar también cómo miles de estudiantes abandonan frustrados y desmotivados la universidad, o cómo es que hay profesionales jóvenes que no saben qué hacer para ganarse la vida si es que no encuentran trabajo en su profesión. ¿Tiene sentido el apuro? Por supuesto que hay casos de jóvenes que se dedican solo a estudiar y sin hacer paréntesis alguno entre el colegio y la universidad, se gradúan a los 21 años y luego tienen éxito en su vida profesional. Pero cada joven es diferente y no hay recetas únicas para todos. Cada familia tiene que incentivar a sus hijos para que hagan su propio balance y decisión, sin importar “lo que los demás hacen”. Esa capacidad es un soporte vocacional vital para su desarrollo y éxito futuro.