Imagínense a un padre de familia de un colegio estatal que observa en plenos disturbios que acompañan una típica huelga magisterial, (como la de julio pasado en Ancash, Junín, Ayacucho, Huancavelica y Puno) al maestro de su menor hijo atacando un local público o a la policía, arrojando pintura amarilla a los niños y colegas que asisten al colegio, quemando muñecos que representan al presidente Toledo o al ministro Sota, gritando además “libertad para los presos políticos (terroristas)”, “abajo la ley de apología del terrorismo”, “viva el Día de la Heroicidad” (matanza de senderistas en los penales), y otras expresiones similares.
¿Se quedaría tranquilo ese padre de familia al reiniciar las clases con que este maestro tenga en sus manos la formación intelectual y la educación en valores de su hijo? Sospecho que no. Si es así ¿qué capacidad tienen los padres como este para ejercer su derecho constitucional de ser los primeros educadores de sus hijos? ¿Con qué derecho el Estado puede chantajear a los padres condicionando la educación pública gratuita para sus hijos con la aceptación de ponerlos al cuidado de maestros como los aludidos que los convertirán en violentistas resentidos sociales? Y me he referido solamente a los maestros violentistas. Pero lo mismo es aplicable a cualquier maestro incompetente o psicológicamente perturbado el cual tiene cautivos a los niños por años, salvo que medie un casi inviable proceso administrativo o judicial para separarlo de su cargo.
Quizá llegó la hora de que los padres de familia organicen su “sindicato” de padres y se pongan al frente de estos maestros cuando quieren tomar y dañar un local escolar, cuando maltratan a los alumnos, o cuando son corruptos e incompetentes. Aquellos que creían que el poder judicial resolvería esos problemas… hace tiempo se desengañaron, porque las leyes priorizan la protección de los profesores, así estén en falta, por encima de los derechos de los niños de estar en manos de buenos profesores y los de los padres, de intervenir en el proceso educativo de sus hijos y velar por su bienestar.
¿Qué pasaría si se invirtiera el panorama? Es decir, en lugar que los maestros huelguistas tomen el local o se coloquen en las puertas de los colegios para evitar que entren colegas y alumnos, hicieran lo propio los padres para impedir que los maestros huelguistas molesten a los profesores y alumnos que desean trabajar?
¿Qué pasaría si frente a las evidencias de la existencia de maestros incompetentes, corruptos o abusadores los padres se parasen al frente de la puerta del colegio para impedir a un maestro así que ingrese al colegio y tenga contacto alguno con sus hijos, defendiendo así su integridad moral?
La ley tendría que darle la razón a los padres, porque la Constitución del Estado establece que los primeros educadores de los hijos son los padres y que además son ellos -y no el Estado- los responsables de la educación de sus hijos.
Se dirá que esto podría significar enfrentar a los padres con los maestros, pero cabe la pregunta ¿no es hora que los padres demanden de los maestros que hagan un buen trabajo? ¿no es hora que los padres impidan los abusos a sus hijos? ¿Porqué si en Cuba los padres pueden tener voz y voto para velar por un adecuado desempeño de los profesores y exigir el retiro de los incompetentes, no se puede hacer lo propio en el Perú?
Por supuesto que esta demanda tendría que ir de la mano con una serie de reconocimientos, facilidades e incentivos a los profesores que hacen un buen trabajo y que se preocupan genuinamente por el bienestar de los alumnos, que son la mayoría. Pero eso supone una evaluación objetiva de sus desempeños, que es precisamente lo que propone la Ley General de Educación.
Por lo tanto, así como el Congreso debería discutir una nueva “Ley del Magisterio” que considere todo esto, debiera también discutir la “Ley de los Padres de Familia”, que les reconozca derechos y prerrogativas para cuando sus hijos sean afectados por malos maestros. Aunque todo esto se vería facilitado, si es que los padres tuvieran el derecho de escoger el centro educativo en el que quisieran educar a sus hijos, y si tuvieran voz y voto en la evaluación de los docentes en la escuela pública.
Regreso a la pregunta crítica. ¿Qué pasaría si los 10 millones de padres de familia con hijos escolares se organizaran para hacer valer sus derechos, a la par que los 300 mil maestros reclaman los suyos? ¿No habría más equilibrio y justicia?