Las declaraciones de la semana pasada en mi contra por parte del Ministro de Educación Gerardo Ayzanoa y el Secretario General del Sutep Nílver López han sido particularmente aleccionadoras para comprender su postura pedagógica totalitaria. ¿Mi pecado? Haber pedido la renuncia por incompetencia del ministro y haber objetado los 40 puntos de acuerdo entre el gobierno y el Sutep que pretendían fortalecer la obsoleta Ley del Magisterio (algo en lo que coinciden la mayoría de analistas) e inmiscuirse en la normatividad que incentivó la expansión de la educación privada.
El Ministro Ayzanoa cada vez que ha tenido que comentar mis declaraciones ha entrecomillado y cuestionado mi condición de especialista en educación. El Secretario General del Sutep ha hecho algo similar, pero además me ha aludido cuando dijo que el ministerio de educación ha retrocedido en los 40 puntos acordados con el Sutep entre otras cosas porque “hay una propuesta chantajista de un sector privatizador de la educación que quiere que nos sometamos a una evaluación para que nos quedemos sin trabajo», refiriéndose a los comentarios de algunos expertos en el tema educativo, quienes piden que se reanuden los concursos de mérito para los nombramientos de docentes (recogido por El Comercio, 1/6/2003).
El patrón de reacción es el mismo. En lugar de confrontar alturadamente los argumentos, buscan que anularlos descalificando a quien los sostiene, adjetivizándolo negativamente. Con la dirigencia sutepista ocurre todo el tiempo en relación a diversos personajes. Descalifican a Mercedes Cabanillas porque es aprista, a Gloria Helfer porque es gobiernista, a Humalaya lo califican de traidor prosenderista, a Raúl Diez Canseco porque lucra con la educación, a Juan Abugattás por haber sido viceministro de Nicolás Lynch a quien acusan de macartista fascista que conspira para dividir al magisterio para crear así las bases para su propio partido; etc. Siempre hay una razón para descalificar y acusar de conspiradores a quienes no comparten las ideas de los dirigentes del sindicato. Me pregunto, imaginando al ministro o a los dirigentes sindicales en su rol docente en el aula ¿permitirán estos profesores que hayan funcionarios en el ministerio o alumnos en las aulas a su cargo que piensen diferente a ellos? ¿cómo los tratarán? ¿también los calificarán despreciativamente para anularlos? ¿No será esta dificultad de escuchar y conversar con los que piensan diferente la razón por la que no llegan a un acuerdo el gobierno con el Sutep? ¿No será por eso que los maestros de los equipos docentes del Perú, que son “comunidades cristianas de educadores de la escuela pública” le han llamado la atención a la dirigencia del Sutep por la falta de democracia en la elección de la dirigencia nacional, expresando además su desacuerdo con el uso de la huelga nacional indefinida como método de lucha porque perjudica principalmente a los niños y jóvenes más pobres del Perú?
¿Porqué tanta irritación? Simplemente porque hay quienes piensan diferente y lo dicen públicamente. Quizá en los países totalitarios de partido único que algunos dirigentes sindicales admiran esa costumbre de acallar a los opositores sea un práctica habitual, pero en esos países no existe educación para la libertad del pensamiento sino para el adoctrinamiento político. No creo que muchos peruanos la deseen para sus hijos. No creo que ese dogmatismo induzca a ninguna cultura democrática ni del respeto a las diferencias.
Me gustaría preguntarle a cada uno de los dirigentes del Sutep, en su condición de padres de familia, “si uds. tuvieran un hijo en una escuela pública a cargo de un profesor deficiente, incapaz de lograr que aprenda lo más básico de la asignatura, que siente que el profesor se burla de él, lo desprecia y maltrata, ¿se pondrían del lado de su hijo para exigir un cambio del profesor, o ampararían el derecho de su colega de permanecer en su cargo de por vida, maltratando año a año a cientos de alumnos a su cargo?
Quienes apostamos por la existencia de un sistema de evaluación y certificación periódica de los docentes, sean o no nombrados, nos identificamos prioritariamente con los derechos de los niños a estar a cargo de un buen profesor, de los que hay miles en el Perú. ¿Es ese un pecado?
En este ambiente de exacerbadas tensiones y desembalse de expectativas nos toca a todos los peruanos especialmente a los educadores ejercitar la pedagogía de la decencia. Aquella que respeta a todas las personas como tales así piensen diferente, y aquella que confronta ideas sin descalificar a quienes expresen ideas opuestas. Si los maestros no podemos ser tolerantes con nuestros interlocutores, entonces ¿quiénes? ¿de quiénes aprenderán nuestros hijos y alumnos?