El tema de la “educación en valores” es uno de esos típicos temas en los que se confunde la instrucción con la actitud y la diferencia entre estar bien informado y tener una conducta consecuente con la información acumulada. Por ejemplo, por más que un alumno estudie cientos de horas para acumular conocimientos de Física o Química, eso no va a desarrollar automáticamente una actitud científica en él, porque puede estar aprendiendo estos cursos de manera memorista, aburrida, repetitiva, no experimental, sin un profesor que cultive su pensamiento y espíritu investigador, que efectivamente verifique que el alumno es capaz de actuar con una actitud científica frente a problemas nuevos que se le presentan.
En el terreno de los valores ocurre exactamente lo mismo. Quizá el caso más notable es el de tantos jóvenes que después de haber llevado cientos de horas de estudios escolares de Religión, Educación Cívica o Historia del Perú, que se supone que son espacios privilegiados para cultivar la moral, la disciplina, el civismo y el amor a lo peruano, resulta que se convierten en todo lo contrario: gente deshonesta, egoísta, mentirosa, indisciplinada, sin ninguna disposición cívica o democrática ni de valoración a lo peruano. ¿Qué pasó? Simplemente, se confundió la instrucción sobre ciertos temas (que el alumno puede memorizar para recitar perfectamente en sus exámenes) con la actitud.
Otro caso típico de inconsecuencia es el del médico que fuma. El médico está lleno de información sobre el daño que hace el tabaco al sistema digestivo, respiratorio y cardiovascular. Pero si fuma es porque no logra convertir el conocimiento en una actitud consecuente. Es aquí donde juegan un rol central no solo la madurez emocional de las personas, sino también los ejemplos personales y la manera como la sociedad en su conjunto está estructurada para dar muestras de aprecio a ciertos valores compartidos. En este campo, poco de lo que se haga en la escuela tendrá sentido sino no hay un ambiente político y social en el que se viva consecuentemente con aquellos valores que se quieren transmitir a las nuevas generaciones de peruanos. Veamos algunas aristas más.
¿Un mentiroso y corrupto puede formar un hijo, alumno o trabajador sincero y honesto? Esa es otra pregunta central para quienes predican la necesidad de más “educación en valores” en las familias, escuelas y centros laborales. Sin embargo, quienes conducen los destinos del país prefieren encargarle esta educación a la escuela, que es incapaz de hacer con los alumnos lo que la sociedad adulta no está dispuesta a hacer consigo misma. Después de todo, los niños y jóvenes aprenden por imitación e identificación con los adultos, principalmente los padres, maestros y líderes de opinión que más aparecen en los medios de comunicación (de la política, farándula y deportes).
Es de sentido común entender que cuando se confronta las utopías de los programas y textos escolares sobre valores, con la realidad que aparece cotidianamente en la calle y los medios, suele dominar la realidad. Los discursos sobre la sinceridad, honestidad, solidaridad, justicia, no conmueve las conciencias juveniles si es que lo que ven en la realidad no es coherente con ellos (salvo en los pocos jóvenes con excepcionales calidades éticas). Esto es algo que les falta entender a algunos de los empresarios que financian campañas sobre valores en los medios, que se limitan a bellos spots publicitarios cuyos contenidos a veces resultan contradictorios con sus propias prácticas empresariales.
También es algo que les falta entender a los gobernantes. El presidente es el primer educador del país, secundado por sus ministros, congresistas y jueces. Educan con lo que hacen y lo que no hacen, sus maneras de dialogar o confrontar, de prometer o (in)cumplir, su austeridad o dispendio, su eficacia o incompetencia, su dedicación a los pobres o a las frivolidades, el reconocimiento o desconocimiento de sus hijos… Haber sido irresponsables con su sexualidad y desconocer luego a su hijas, es un asunto público (des)educativo y descalificador de la autoridad mucho más poderoso que 1,000 horas escolares dedicados a valores o paternidad responsable.
La verdadera reforma educativa del país es la reforma ética de sus gobernantes, que deben entender y asumir que la escuela no es una lavadora de la suciedad adulta, sino una esponja que absorbe las realidades del mundo que la rodea. Observar políticos aferrarse a los puestos públicos o usarlos para beneficio propio, pervierte. Observar políticos renunciar o ser apartados del gobierno frente a actitudes censurables o por mal uso del poder, educa. Y eso, no requiere una partida presupuestal.