Hay personas que han marcado la historia de la humanidad porque sus personalidades u obras se constituyeron en hitos que definieron el «antes de» y el «después de». Es el caso de Jesús, Mahoma, Colón, Freud, Einstein, Luther King, Lincoln, Gorbachov, entre otros.
En la breve historia de Israel, hay al menos tres líderes que han establecido ese tipo de hitos irreversibles. David Ben Gurión, quien fundó Israel como estado judío, estableciendo el derecho de retorno de los judíos a su patria bíblica; Menajem Beguin, quien pobló de asentamientos israelíes la Margen Occidental del Jordán, reivindicando las aspiraciones del sionismo revisionista de poblar e integrar territorialmente toda la ancestral tierra de Israel; e Itzjak Rabin, quien firmó los Acuerdos de Oslo abriendo la política israelí al reconocimiento de la OLP, al liderazgo de Arafat y a los derechos nacionales palestinos. A pesar que los Acuerdos de Oslo de 1993 parecen estar olvidados, el diálogo israelí-palestino y la próxima creación del Estado de Palestina han quedado consagrados como hechos irreversibles en la región que le deben a Rabin su patrocinio.
Hace 7 años murió asesinado Itzjak Rabin, sacrificado por la falta de madurez de los pueblos israelí y palestino para acordar la convivencia pacífica entre ambos. Al promover el reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP y ofrecer retirar el ejército de Israel del Líbano y de Siria a cambio de la paz, Itzjak Rabin los confrontó con una definición: jordanos, libaneses, sirios, palestinos e israelíes debían resolver si estaban dispuestos a dar este gran paso hacia la paz regional. Los hechos demostraron que con la excepción del Rey Hussein de Jordania (en 1994), ninguno de los otros actores estaba listo para firmar la paz.
Los libaneses no firmarían nada sin el visto bueno de la potencia ocupante Siria, quien a su vez dependía de los intereses de sus aliados Irak, Irán, Arabia Saudita y Libia, ninguno de los cuales estaba interesado en apaciguar la región. Consideraban que eso favorecería el crecimiento de Israel y la expansión regional de las aspiraciones democráticas que Israel representaba, como la alternancia en el poder con elecciones limpias y la libertad de expresión, cosa que los monarcas o dictadores árabes no tolerarían.
Por el lado israelí, la mitad de la población conformada por los diversos sectores de derecha nacionalista no estaba dispuesta a aceptar como interlocutor de la paz a quien consideraban el terrorista del siglo, y mucho menos entregarle territorios que pusieran en riesgo la seguridad nacional. Por el lado palestino, los grupos extremistas nacionalistas y religiosos del Hamas y dentro de la propia OLP que aún no podían tolerar la existencia de Israel, iniciaron de inmediato una nueva y violenta “intifada”, con la intención de torpedear los Acuerdo de Oslo, impedir su implementación, y hacer caer el gobierno laborista sabiendo que el likud desactivaría dichos acuerdos.
El arma que segó la vida de Itzjak Rabin estuvo en manos de un judío extremista, aunque el proceso lo frenaron todos los actores. Al parecer, porque la región aún no está lista para convivir en paz. Hay tantos intereses en conflicto en la zona que constituye la principal reserva mundial de petróleo, con la enorme generación de riqueza y negocios que eso implica, que tomará mucho más tiempo crear las condiciones para el reconocimiento mutuo y la paz.
Sin embargo, la muerte de Rabin nos dejó a los judíos, y creo que por analogía a todos los pueblos, dos legados vitales. El primero, reconocer que también hay entre los judíos personas fanáticas capaces de realizar crímenes como este, lo que ha golpeado duramente nuestra autoestima porque rompió esa especie de sobre entendido ético de que los judíos no somos capaces de tales horrores. Ello nos ha obligado a revisarnos a nosotros mismos, nuestra educación para la tolerancia, nuestras maneras de hacer política, para prevenir estos fanatismos y consolidar nuestra vocación pluralista y democrática. El segundo, es el reconocimiento de la notable importancia que tienen los visionarios para nuestras sociedades; aquellas personas que con su brillantez intelectual y ética le abren mejores caminos a las naciones, aún a costa de arriesgar su propia vida o prestigio. Una sociedad que no le da cabida a sus pensadores y visionarios está renunciando a un poderoso activo para prevenir desgracias y mejorar sus opciones futuras. Quizá si los latinoamericanas hiciéramos nuestras esas lecciones, desintoxicaríamos un poco nuestra contaminada vida nacional, abriendo más espacio para el consenso y la visión compartida del futuro deseado.