Más allá de la alegría que en el momento produce este cese de fuego apaciguador y esperanzador y el intercambio de secuestrados israelíes por prisioneros y terroristas palestinos, siempre hay una neblina que envuelve los acontecimientos mientras suceden. Es la opacidad del corto plazo, compuesta de titulares urgentes, tuits de toda tendencia, versiones triunfalistas de los protagonistas, duelos familiares de los muertos y de la incapacidad para distinguir una huella histórica de un episodio convulso al que se le pone una pausa.

Nos cuesta creerlo, pero los contemporáneos de la Segunda Guerra Mundial no sabían que estaban presenciando el colapso de los imperios europeos, ni el nacimiento del orden bipolar de posguerra que luego dejaría a EE.UU. como potencia hegemónica del siglo XX. Quienes celebraron la caída del Muro de Berlín, no imaginaron que aquella euforia daría paso a la revancha rusa y su afán expansionista, llegando a la guerra frente a la posible entrada de Ucrania a la OTAN. Los promotores del Brexit no previeron la grieta que abrirían en el proyecto europeo, ni los del libre comercio, que encumbrarían a China como gran potencia, como par de EE.UU.

Tampoco EE.UU., en Vietnam, Irak o Afganistán, entendió que su poderío militar podía ser derrotado, su economía debilitada y su hegemonía colapsada, generando una erosión política y moral que culminó en el repliegue nacionalista y populista del “Make America Great Again” de Donald Trump. Ni tampoco que Israel, eufórico tras la Guerra de los Seis Días, no advirtió que aquella tan admirada victoria relámpago sembraba la semilla de una ocupación interminable que redefiniría su política, sus fracturas internas y su identidad durante el medio siglo siguiente.

Hoy, -se diría en el 2045-, se ve aquel turbulento quinquenio de 2020-2025 con una claridad que entonces era un lujo imposible. Y uno de los episodios que mejor ejemplifica esa brecha entre la percepción en tiempo real y el análisis histórico, es el llamado “Acuerdo Trump” para Gaza. Hay en el 2025 una tendencia a analizarlo y futurizarlo desde la mirada política con los parámetros vigentes, pero como hemos visto tantas veces en la historia -y lo vemos con las reivindicaciones históricas pendientes demandadas por Trump (MAGA), Putin (ex URSS) o Xi Jinping (siglo de humillaciones)-, el impacto psicológico es más profundo que el geopolítico. Este conflicto en el Medio Oriente dejó una herida en la psique colectiva de todas las naciones involucradas, que solo admitió una pausa por conveniencia práctica, pero cuyo procesamiento aún durará generaciones.

Se leerá que el trauma israelí se institucionalizó: el dolor del 7 de octubre se fusionó con la convicción de que ningún acuerdo podría evitar que un Estado palestino fuese un “proxy” iraní. La seguridad dejó de ser política y diplomática para convertirse en identidad fortaleciendo los nacionalismos y fanatismos religiosos. También se leerá sobre la esquizofrenia existencial palestina, atrapada desde el 1948 en la negativa a aceptar el Estado de Israel, que ha tenido que lidiar durante décadas entre la necesidad desesperada de supervivencia diaria y la hipnotizante llamada de un liderazgo radical que prometía eliminar a Israel. La violencia dejó de ser táctica; se volvió una expresión de desesperación identitaria, el único lenguaje que sentían que el mundo escuchaba, con Hamas como nuevo jugador “triunfante” frente a las pretensiones israelíes, a juzgar de las enormes manifestaciones pro-palestinas en países de Europa y Norte América y las declaraciones de sus autoridades censurando a Israel.

La distancia histórica mostrará también el golpe narcisista de Irán: su retórica incendiaria islámica hipotecada a Allah reveló límites. Sus proxies causaban terror, pero no victorias; su ambición hegemónica superó su capacidad militar, generando una gran convulsión interna. A la vez, este conflicto marcó la transición de la guerra convencional a la tecnológica: aviones invisibles, drones, misiles hipersónicos y guerra cibernética, ganaron protagonismo frente a los tanques y la infantería.

El “Acuerdo Trump” no se leerá como el primer paso hacia la paz ni como el fin del terrorismo. Será descrito como un alto el fuego frágil y transaccional que permitió el intercambio de rehenes por prisioneros y consolidó una Gaza radicalizada, y un Israel militarmente victorioso pero debilitado internamente y en su imagen internacional. La historia subrayará que aquel acuerdo no resolvió un conflicto, sino que reveló el fracaso colectivo de entender que la batalla más decisiva ya no era por el territorio, sino por la psiquis de los involucrados.

Esta columna es un ejercicio de arqueología de lo reciente: un intento de disipar la niebla del presente para comprender cómo las heridas psicológicas de ayer se convierten en las fronteras invisibles del mañana. Lo que queda para las mentes políticas más lúcidas es imaginar alianzas que eviten que esa visión retrospectiva —que podría intoxicar nuestra paz planetaria— se cumpla, en un mundo aún regido por líderes autoritarios y conflictos activos y latentes en Ucrania, Sudán, Siria, Yemen, Taiwán, África y el Ártico, donde la muerte y la agonía no forman parte de la ecuación del poder.

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