Los judíos del mundo están desconcertados, confundidos, apesadumbrados. Y es importante hablar de eso. La identidad judía siempre ha sido un tema central para su vida afectiva. En mi columna anterior hablaba de la no resuelta tarea de educar judíos para un nuevo mundo. Hoy quisiera continuar esa reflexión en torno a un aspecto ineludible: las tribulaciones de los judíos en relación a su identidad judía sionista y su vínculo con Israel.

Para muchos judíos, Israel representa el mayor logro colectivo de la modernidad judía: un Estado soberano, democrático, tecnológico, culturalmente vibrante, que ha sabido florecer a pesar de estar rodeado de enemigos y permanentemente amenazado. Esa épica alimenta un orgullo identitario que se transmite en escuelas, comunidades y familias. Pero al mismo tiempo, Israel es también un foco de críticas internacionales, especialmente en torno al conflicto con los palestinos y las guerras que, cada pocos años, se reinician con nuevos costos humanos. El resultado es una identidad atravesada por la disonancia: ¿cómo mantener un compromiso emocional y espiritual con Israel sin caer en una defensa acrítica que nos aleje de los valores universales que también definen al judaísmo?

Durante mucho tiempo hablar de sionismo era hablar de una corriente compacta: el derecho histórico, moral y político del pueblo judío a tener un Estado propio en su tierra ancestral. Pero hoy el sionismo se ha diversificado en múltiples visiones: hay un sionismo religioso, uno laico, uno de izquierda, uno nacionalista, y otros más que expresan tensiones que pueden ser irreconciliables. Dentro de Israel, esas corrientes chocan día a día en la arena política y social. Fuera de Israel, en la diáspora, los judíos se enfrentan a la pregunta incómoda: ¿a qué Israel adhieren? ¿Al que sueña con la convivencia y la paz o al que prioriza la expansión territorial y la supremacía religiosa? ¿Al Israel democrático e inclusivo o al que coquetea con tendencias iliberales?

El conflicto árabe-israelí pone a prueba constantemente la capacidad de conciliar seguridad y ética. Para los israelíes, sobrevivir requiere un Estado fuerte, con un ejército capaz de prevenir ataques y desarticular amenazas. Pero esas medidas muchas veces tienen un costo humano en la población palestina que genera rechazo en la opinión pública mundial. En la diáspora, los judíos se ven obligados a explicar -y a veces justificar- decisiones difíciles que no siempre comparten. Defender la seguridad de Israel puede ser interpretado como validar acciones bélicas que chocan con principios humanistas. Esa tensión erosiona la autoestima de muchos jóvenes judíos que quisieran vivir su identidad sin tener que entrar a debates cargados de prejuicios y hostilidad.

Israel es un espejo en el que también se reflejan las comunidades judías de todo el mundo. Pero ese espejo devuelve imágenes contradictorias. De un lado, innovación, resiliencia, diversidad cultural. Del otro, ocupación, violencia, polarización política interna. En universidades, medios y redes sociales, cada vez más jóvenes judíos se ven cuestionados simplemente por su vínculo con Israel. Defender su identidad los expone a la acusación de ser cómplices de la política israelí, aunque no la compartan. Callar para evitar conflictos puede llevarlos a un vaciamiento de su identidad. Esa es la tribulación existencial que enfrentan: ser judíos en un mundo en el que la relación con Israel es a la vez fuente de orgullo y fuente de estigma.

¿Qué significa entonces educar judíos para un nuevo mundo en este contexto? Significa prepararlos para habitar la contradicción sin huir de ella. Para sostener el amor por Israel como proyecto colectivo del pueblo judío, pero también para desarrollar una mirada crítica que no sacrifique la ética en nombre de la lealtad. Significa enseñarles a diferenciar entre los valores permanentes del judaísmo -la dignidad humana, la justicia, la compasión- y las coyunturas políticas cambiantes de los gobiernos israelíes.

Educar para esta complejidad implica dotar a los jóvenes de herramientas de análisis histórico, político y ético que les permitan argumentar, defenderse y dialogar. Pero también exige cultivar resiliencia emocional, porque no siempre hallarán un ambiente acogedor para expresar quiénes son y lo que piensan.

La identidad judía no puede reducirse a un sí o un no frente a Israel. Es más amplia, más rica, más antigua y más universal. Sin embargo, sería ingenuo suponer que puede desligarse de Israel. La paradoja de nuestro tiempo es que Israel es al mismo tiempo el núcleo de nuestra fortaleza y la fuente de nuestras tribulaciones. Aprender a convivir con esa paradoja, sin negarla ni simplificarla, es quizá la tarea más urgente para quienes buscan educar judíos capaces de enfrentar el nuevo mundo con autenticidad y coraje.

La reciente erosión de la imagen pública de Israel dejará huellas incluso cuando se cierre el capítulo de Gaza. Esa marca se sumará al legado con el que los judíos deberán seguir modelando su identidad colectiva. La pregunta es cuánto de esta tensión está siendo realmente asumida por las comunidades y escuelas judías, y hasta qué punto prefieren refugiarse en la ilusión de que, una vez pasado el temporal, todo volverá a ser como antes.