Los voceros del APRA y UN han dicho, reiteradamente, que hay un “clamor popular” por atender, al impulsar la modificación constitucional que haga posible la pena de muerte para violadores de menores. En otras palabras, que el estado pase de las condenas máximas aplicables en vida a sus elementos criminales más perturbados y viles, hacia su asesinato premeditado y alevoso. Si de clamor popular se tratara, hace tiempo se hubiera disuelto el Congreso y el Poder Judicial; se hubieran colocado impuestos confiscatorios a las mineras; restablecido la estabilidad laboral absoluta; la libre desafiliación incondicional de las AFP, eliminado, a rajatabla, la tarifa telefónica básica o mensual (sin el maquillaje del cambio de nombre o reducción de su monto); se hubiera fusilado a Abimael Guzmán e, inclusive, Alan García no sería presidente, porque el clamor popular en 1990 dictaba que se aparte para siempre de la política. Sin embargo, el rol de los gobernantes no es el de encarnar las iniciativas más agresivas, criminales o transgresoras del Estado de derecho que puedan surgir impulsivamente de la población al calor de las frustraciones o las pasiones exacerbadas para fines electorales. Su rol más bien es el del contendor de estos impulsos, educador y orientador hacia fines más constructivos, que construyan instituciones y respeten la vida y el Estado de derecho. Pertenezco a esa minoría de peruanos para quienes el valor ético de las decisiones y acciones de gobierno tienen mucho sentido, que es el plano en el que la pena de muerte no está siendo suficientemente discutido, por haber emergido como tema político-electoral. Me causa un enorme dolor ético que, a pocos años de enterrar a más de 50,000 peruanos por la demencia terrorista que hizo de la cultura de muerte un valor, -el cual inclusive logró penetrar en la mente de algunos funcionarios y militares que actuaban en nombre del estado-, un grupo de políticos, encabezados por el presidente de la República, pidan modificar la Constitución para que el Estado asesine oficialmente a unos cuantos criminales, en nombre de la paz social. Me sorprende que políticos cuyos regímenes -cuando fueron gobierno- han estado de alguna manera implicados en crímenes contra la humanidad, nunca bien esclarecidos, sean ahora los abanderados del pedido de facultades constitucionales para que el Estado asesine con el peso de la ley a los perversos violadores. Me indigna que los defensores de esta pena del asesinato estatal, manipuladoramente, atribuyan a los opositores a esta medida el deseo de defender la impunidad de los violadores, cuando todos hemos solicitado las penas más severas aplicables, pero preservando la vida. Me horroriza que otra vez un grupo de “iluminados” sostenga que para que una mayoría de peruanos puedan vivir protegidos, hay que matar a una minoría, que todos sabemos que estará formada por los más pobres y desatendidos en su salud mental, porque los que tienen recursos siempre encontrarán los abogados, psiquiatras y resquicios legales para evitar la sanción. Este Estado, cuya mortalidad infantil de 33/1000, permite que se mueran 20,000 niños peruanos menores de un año cada año simplemente por no poner a su disposición unos pocos soles en forma de atención médica y alimenticia requerida para sobrevivir, sea el que sostiene que tiene que aplicar la pena de muerte para defender a los niños del Perú. Muchos sabemos que este entretenimiento político mediático no prosperará, sea por la imposibilidad de conseguir 80 votos para la reforma constitucional o la objeción final de la CIDH. Claro que en el ínterin, Alan García dirá: “yo hice mi parte; cumplí lo prometido”. Sin embargo, en lugar de haber aprovechado la oportunidad para educar a la población y motivarla a reformular sus instintos más agresivos, habrá quedado instalado el mensaje presidencial de que “las leyes no nos permiten cumplir con el clamor popular”.