Si uno se informa a través de los noticieros de los medios de comunicación, sentirá cotidianamente que hay que clausurar el país. Si no hay sangre, muertes, destrucción, dolor y hambre no hay noticias. Si no se apela a las entrañas emocionales que reaccionan más ante las malas noticias que las buenas, se teme que habrá una menor audiencia. Parece una campaña política subliminal dirigida a convencer a la gente que “todo anda mal”, “que se vayan todos” y que solo es posible revertir todos esos males con soluciones radicales a cargo de outsiders como Pedro Castillo y sus similares que por ahora representa Antauro Humala. Si lo eligen, deberá agradecer a los anunciantes que colocan la publicidad que sostiene a los medios de información que le sirven la mesa con el descontento popular.

¿El antídoto? Para la nueva generación, educarla hacia el escepticismo respecto a la información de los medios. Para los grupos políticos en formación, en el océano de la mediocridad y el pesimismo, convertirse en la isla que resalta el bienestar y las   capacidades constructivas de nuestra nación. Eso puede alimentar nuestras convicciones optimistas de que se puede vivir en democracia, en una sociedad justa y solidaria preocupada por el bien común.

En esencia hay se trata de una educación hacia el escepticismo. Para la información que circula en Internet y las redes que está plagada de “fake news”, información desactualizada o científicamente incorrecta, la estrategia educativa que se propone es la que anima a los estudiantes a verificar y comparar fuentes. Del mismo modo, ante la inundación de noticias que empujan a la angustia, depresión y pesimismo respecto a la viabilidad de nuestra democracia y solidaridad, la estrategia educativa debe orientarse a la información equilibrante que permite identificar las señales positivas que hacen deseable vivir en democracia y ser optimistas respecto al progreso continuo de nuestra sociedad.

No se trata de no dar noticias trágicas sino de presentarlas mostrando las capacidades constructivas más que las destructivas. Por ejemplo, se dice que “se incendia local causando enormes daños y damnificados”; pero podría decirse “valerosos bomberos luchan por apagar un incendio que está causando enormes daños y damnificados”. ¿Se siente igual?  En el primer caso, el acento está en el daño. En el segundo, en la acción heroica de los bomberos. Los hechos son los mismos. La presentación es la que los tiñe de optimismo o pesimismo.

Si todo anda mal sin solución, solo queda la opción del “sálvese quien pueda”, así sea pisoteando a los demás o entregando a través de su voto su libertad a los dictadores o corruptos de turno. Si hay bases para el optimismo y sentir que las cosas pueden mejorar, hay más opción de apostar por fortalecer la democracia y el sentido de bienestar compartido.

Esto que aplica al mundo de las noticias, también aplica al lenguaje de los políticos, en particular los que están en campaña electoral o los que debaten en el congreso. En lugar de que un congresista le diga al opositor “estoy en total desacuerdo con Ud.” podría decir “me parece rescatable la esencia de lo que Ud. dice pero quizá si reajusta su planteamiento considerando X,Y,Z, podríamos coincidir en su propuesta”. Del mismo modo, en lugar de decir “si mis palabras han ofendido a alguien, le pido las disculpas” en podría decir  “siento que mis palabras han sido ofensivas por lo que me disculpo”. En el primer caso, se culpa al ofendido por haberse ofendido. En el segundo, se asume la responsabilidad de la ofensa y se procura repararla.

El lenguaje constructivo o destructivo juega un rol central en el ánimo nacional y la voluntad de vivir en democracia. Ojalá lo entiendan nuestros actores políticos y los medios de comunicación que amplifican sus agresiones

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