Durante mucho tiempo los colegios particulares más prestigiados, tanto laicos como religiosos, hispanohablantes y bilingües, han vivido de su prestigio creyendo que tenían la exclusividad de la buena educación a la que definían como «integral». Al promocionarla hacían mención a su oferta en valores, tecnología, dominio del inglés, apoyo psicológico, etc. Sin embargo, muchos padres y alumnos han estado insatisfechos con estos colegios, por sus tortuosos sistemas de admisión, cuotas de ingreso y extraordinarias, elevado número de alumnos por salón, rigidez de los profesores, falta de innovación, indiferencia frente a problemas sociales y emocionales de los alumnos, la escasa tolerancia a las imprevistas dificultades económicas familiares que impedían el pago oportuno de pensiones, y tantas cosas más. Pero al no tener al frente otras alternativas prestigiadas, tuvieron que conformarse con mantener en ellos a sus hijos.
Estos colegios, en lugar de detectar a tiempo y evaluar las razones de la creciente insatisfacción de los padres y alumnos, se durmieron sobre sus laureles hasta que de pronto se han asustado al descubrir que están perdiendo decenas de alumnos al año, que están migrando a otros colegios, especialmente los denominados preuniversitarios.

Esos colegios no tienen ofertas muy pomposas. Se limitan a ofrecer una metodología de estudio que les asegure a los alumnos el ingreso a la universidad. No pretenden publicitar la educación integral, valores, inglés, tutoría y demás. Eso se lo dejan a los colegios tradicionales. Simplemente ofrecen dar ventajas para el ansiado ingreso a la universidad, que se constituye en el logro más tangible que los padres esperan que sus hijos obtengan luego de egresar de la secundaria. En una época de creciente apremio económico y laboral, resulta decisiva la carrera y la universidad en la que estudiarán sus hijos.

La reacción de muchos de los colegios afectados ha sido la de atacar a los nuevos rivales, atribuyéndoles ser los portadores de un peligroso modelo de instrucción al estilo de las academias preuniversitarias, que no toma en cuenta la formación integral de los alumnos.

Además, acusan a sus propietarios de interesarse solamente en la rentabilidad económica del negocio escolar, de no contar con una plana docente de reputados educadores y de fomentar indiscriminadamente la creencia de que todos los alumnos de secundaria pueden ir a la universidad, ya que eso les permite llenar sus aulas con miles de postulantes.

Sin embargo, esta crítica no les ayuda a detener la fuga de alumnos que pasan de los colegios tradicionales hacia los colegios preuniversitarios. Sus promotores aún no han entendido que si los padres retiran a sus hijos de un colegio para colocarlo en otro por razones distintas a la económica, es porque no están satisfechos con la educación. Si no, no los retirarían.

Parece que llegó la hora para que los colegios tradicionales, en lugar de atacar a los preuniversitarios, oferten algo que pueda superarlos. De lo contrario van a desgastar inútilmente municiones criticándolos como se hace con la televisión, pero sin hacer nada que revierta la migración de sus alumnos. Los colegios preuniversitarios han venido para quedarse, para apropiarse de un espacio del mercado educativo que estaba vacío. Lo mejor que se puede hacer es reconocerlos como una alternativa que las familias perciben como legítima, y diseñar ofertas suficientemente atractivas y poderosas como para retener a sus alumnos y eventualmente captar a muchos más.

¿Algunas pistas? Apostar por la genuina preocupación por los alumnos como personas, tanto en la dimensión pedagógica como en la psicológica y social, para lo cual se requiere contar con un equipo de educadores y psicólogos capaces de educar hacia la diversidad. Un clima escolar sano, agradable, sensible, innovador y estimulante, puede ser imbatible.