Por qué ser el primero no siempre es ganar

Frente a mis esfuerzos por ser el primer alumno de mi promoción, mi papá solía decirme algo que me desconcertaba: “Te deseo que seas el tercero”. Cuando le pedía que me explique, me decía: “El primero siempre vive estresado por no cometer error alguno y eventualmente caer en su promedio o ser objeto de burla de sus compañeros; el segundo siempre siente que perdió. El tercero está tan bien preparado como los dos primeros, pero no se hace mayores problemas con la competencia o con los ocasionales altibajos en las notas”.

Mucho tiempo después, entendí mejor lo que quería decir. Recordé sus palabras al leer una columna de John A. List (Time, 10/ 02/2022) titulada “Por qué los medallistas olímpicos de bronce son más felices que los medallistas de plata”. Citaba un estudio clásico de 1995, en el que los psicólogos Victoria Medvec, Scott Madey y Thomas Gilovich descubrieron que los medallistas de bronce, en promedio, se sentían más felices que los de plata. ¿La razón? Quienes ganaron bronce se enfocaban en lo que sí lograron (“al menos tengo una medalla”), mientras que los de plata se centraban en lo que perdieron (“pude haber sido el primero”).

La emoción con la que interpretamos un resultado no está determinada por la magnitud objetiva del logro, sino por la comparación que hacemos con lo que pudo haber sido. Y eso es profundamente humano: desde la era de los cazadores-recolectores, nuestra mente ha estado entrenada para evitar pérdidas más que para celebrar ganancias. El dolor de perder algo es psicológicamente más intenso que la satisfacción de haber ganado lo mismo.

Esa es una de las grandes trampas de los rankings escolares. Este fenómeno nos obliga a cuestionar seriamente si la competencia permanente y los cuadros de honor —esas listas que clasifican a los alumnos como si fueran corredores de 100 metros— son realmente útiles para su desarrollo integral. ¿Cuántos estudiantes con un gran talento sienten que no valen lo suficiente por no figurar entre los cinco primeros? ¿Cuántos alumnos con trayectorias personales desafiantes son invisibles porque su mérito no cabe en una tabla de Excel?

Rankear alumnos solo por notas académicas es una manera muy pobre de entender el mérito. Deja fuera al que mejora aunque no gane, al que colabora aunque no brille solo, al que persevera aunque no destaque a la primera. Y lo peor: promueve un entorno donde la ansiedad por competir en el que ganar o perder reemplaza el placer de aprender.

¿Qué pasa si en lugar de premiar solo al que llegó primero, celebramos también a los que avanzaron más desde donde comenzaron? ¿Y si la escuela dejara de premiar el promedio perfecto para empezar a reconocer la pasión, el esfuerzo, la curiosidad, la resiliencia?

Tal vez así no estaríamos tan obsesionados con enseñar educación emocional en talleres paralelos, porque el propio sistema educativo ya estaría cuidando la salud emocional de los estudiantes. Bastaría con dejar de traumarlos desde los rankings, con dejar de reducir su valor a un número en una tabla. Y, probablemente, no tendríamos tantos casos de violencia, disconformidad o desconexión escolar, ni tanto adolescente con la sensación de que no importa lo que haga si nunca será “el número uno”.

 

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