La escena es tan común que casi no necesita descripción: un adolescente que mira al piso cuando su padre ha bebido de más o se muestra desarreglado en público, o que suplica con los ojos a su madre que no lo abrace ni lo bese en la puerta del colegio. Es el clásico “¡Ay, mamá, por favor!”. Pero también existe la escena inversa: la de los padres que sienten un nudo en el estómago al ver que sus hijos tienen conductas bochornosas o indisciplinadas en el colegio, o publican en redes contenidos que chocan con los valores familiares. Aunque se hable poco, la vergüenza corre en ambos sentidos.

Lo interesante —y quizás liberador— es comprender que ambas vergüenzas son expresiones distintas de un mismo desafío: la complejidad del vínculo familiar, en el que conviven afectos profundos con diferencias generacionales, expectativas no dichas y temores que rara vez se exponen.

En la adolescencia, la mirada de los pares se vuelve un tribunal silencioso. De pronto, cualquier gesto, comentario o estilo de los padres puede ser un detonante de incomodidad. No es necesariamente un rechazo consciente; suele ser parte del proceso de construcción de identidad. Para diferenciarse, el adolescente marca distancia, a veces torpemente, sometido a la presión de sentirse observado por todos. En este proceso influyen la brecha generacional, que convierte en anacronismo lo que para los padres es normal; la necesidad de autonomía, que empuja a marcar límites simbólicos; y la hipersensibilidad social, que hace sentir que todo el mundo está mirando.

En cuanto a los adultos que se avergüenzan de sus hijos, es un tema más silencioso porque viene acompañado de culpa. ¿Cómo admitir que algo que hizo un hijo los avergüenza? ¿Cómo conciliar ese malestar con el amor incondicional? Las razones pueden ser variadas: comportamientos que desentonan en público, decisiones de vida que chocan con los valores familiares, opiniones extremas o prejuiciosas que sorprenden al adulto, o estilos estéticos que incomodan en ciertos entornos. La vergüenza aquí suele ser un espejo que refleja miedos al juicio social, frustración de expectativas y dudas sobre el propio rol parental.

En ambos sentidos, la vergüenza no es una condena: es un síntoma. Señala tensiones no resueltas, expectativas desajustadas o miedos de ambos lados. Pero también puede ser una oportunidad para crecer como familia, abrir conversaciones que nunca se tuvieron y reconstruir el puente emocional entre generaciones.

A los padres les sirve no tomar los hechos que los avergüenzan de sus hijos como algo personal, elegir sus batallas y buscar puntos de conexión más que de fricción. A los hijos, practicar la empatía, recordar que sus padres no son accesorios diseñados para no incomodar, y expresar con respeto lo que les molesta en vez del clásico silencio irritado o el “¡qué vergüenza!”.

Al final, el vínculo familiar no se sostiene en la perfección, sino en la capacidad de aceptarnos incluso cuando nos damos vergüenza. Porque detrás del rubor —ya sea adolescente o adulto— casi siempre hay amor, torpe pero persistente, buscando un lugar donde descansar.

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