En las democracias occidentales, el conflicto se concibe como una oportunidad para el diálogo. Se valora la pluralidad, la deliberación y la posibilidad de que dos verdades coexistan en tensión y eventualmente lleguen a acuerdos negociados. En cambio, en los regímenes teocráticos liderados por fundamentalistas religiosos y en las dictaduras de partido único, el conflicto es una amenaza al dogma. Solo hay una verdad posible -la oficial- y toda disidencia debe ser silenciada, perseguida o eliminada. Por eso es que no existe oposición legal. Los opositores que llegan al poder solo lo logran mediante sangrientas revoluciones o guerras tales como en Siria, Sudán, Myanmar (junta militar), Yemen (Hutis), Afganistán (Talibanes), Eritrea, Chad, e incluso el mismo teocrático Irán.

Esta diferencia no es solo filosófica, sino profundamente práctica. Mientras que en las democracias se puede protestar legalmente, disentir e incluso cuestionar al poder sin ser automáticamente criminalizado, en los regímenes dogmáticos teocráticos toda crítica es traición, y todo opositor es enemigo. Por eso, las respuestas a los conflictos -especialmente los violentos- son también distintas. En los países democráticos se discute sobre proporcionalidad, derechos humanos, respeto a los civiles. En los regímenes teocráticos, la violencia se justifica como mandato divino, deber moral o defensa del orden absoluto.

La forma de contener los conflictos también evidencia el abismo entre ambos mundos. En las democracias, la principal herramienta de disuasión es la diplomacia: acuerdos bilaterales, tratados multilaterales, sanciones económicas y la presión internacional. Se cree -a veces ingenuamente- que las palabras pueden detener los misiles. En cambio, para los regímenes teocráticos, la única contención válida es la demostración de fuerza del adversario. Solo cuando se evidencia un poder superior capaz de destruirlos, retroceden o calculan con más cautela (hasta el siguiente round). El lenguaje que entienden no es el del derecho, sino el del temor y la conveniencia temporal.

Israel ya actuó en Gaza según los cánones occidentales, devolviendo todo el territorio a las autoridades palestinas en 2005. El resultado fue la construcción de un estado dictatorial armado hasta los dientes, auspiciado por Irán y con la cobertura de Qatar, que canalizó sus recursos económicos hacia una infraestructura subterránea pensada para una guerra permanente. ¿Qué lección se deriva de eso, en caso de que termine este ciclo de violencia y Hamas recupere el control económico y político de Gaza? ¿Volverá la comunidad internacional a exigir que Israel confíe en el diálogo, cuando la historia reciente demuestra que su gesto de paz fue interpretado como una oportunidad para preparar el próximo ataque?

No sorprende que los gobiernos democráticos europeos demanden a Israel comportarse según sus cánones, respondiendo además al populismo electoral que no existe en países teocráticos o dictatoriales. A propósito de proporcionalidad, no se evidencia que esos mismos países (y la ONU) denuncien y demanden con la misma fuerza y cotidianidad los crímenes de Rusia (en Ucrania), China, Siria, Sudán, Yemen, Etiopía, Afganistán, Myanmar, Irán, Corea del Norte, Venezuela, Cuba, Nicaragua países en los que los Derechos Humanos son un adorno y se encarcela o mata mediante la represión policial o militar. Tampoco se observa escrutinio de la existencia de esos valores o parámetros de conducta occidental en los países islámicos con los que mantienen lucrativos negocios, sin importar la contradicción con sus propios valores democráticos. Que sistemáticamente 70% de las votaciones de la Asamblea de la ONU se ocupen de condenar a Israel a lo largo de las décadas es una evidencia más que suficiente de cómo se mueven las votaciones automáticas mayoritarias en ese foro. Es popular atacar a Israel y cerrar los ojos a todo lo demás.

Israel sabe esto, pero además tiene que enfrentar una paradoja que no tienen esos países que lo critican: es una democracia liberal inmersa en una región donde predominan discursos religiosos absolutistas y gobiernos dictatoriales. Se le exige actuar como Suiza frente a enemigos que no rinden cuentas ante nadie, que desconocen su derecho a existir en paz y que solo entienden el lenguaje de la fuerza.

Los simpatizantes de Israel, judíos o no judíos, estamos profundamente preocupados. Por un lado, por la seguridad de Israel y su necesidad de proteger a sus ciudadanos frente a enemigos con aspiraciones genocidas. Por otro, por los costos humanos, emocionales y sociales de las guerras para ambos pueblos. Uno puede tener una opinión particular sobre el conflicto, sus posibles soluciones, e incluso sobre el gobierno de Netanyahu. Pero es difícil para quienes miramos desde fuera ponernos en el lugar de los israelíes que han tenido familiares secuestrados, hijos caídos en combate y familiares víctimas del terror. También es difícil ponerse en el lugar de los civiles palestinos atrapados en la violencia. Y finalmente, es difícil imaginar la conflictividad interna de los líderes israelíes que deben decidir cómo terminar con los secuestros y la amenaza militar inmediata y futura de Hamas, y eventualmente de un estado palestino con vocación similar que ocupe la frontera occidental de Israel.

Eso genera una inevitable sensación de desconcierto. Quisiéramos ya estar “al día siguiente”, cuando todo esto haya terminado. Solo queda aspirar a que una constelación de hechos políticos, económicos y militares logre, por fin, conducir al término de este drama que sigue devastando tanto al pueblo israelí y judío como al palestino, y que podamos, en nuestra generación, ser testigos del soplo de nuevos vientos de una posible paz en la región.

Mientras tanto, informarse, hablar del tema con honestidad, tratar de comprender las dimensiones geopolíticas y nacionales en juego, entender las posturas encontradas entre sí, e imaginar futuros con acuerdos posibles, es una forma digna de procesar este dolor colectivo mientras esperamos que lleguen, por fin, los anuncios esperanzadores.