He sido activista de la educación judía por más de 35 años, dirigiendo el colegio judío de Lima hasta el año 2008, cuando se cerró ese ciclo y continué mi carrera en la educación privada no confesional. Por ello, mis comentarios actuales provienen de una reflexión externa, libre de presiones institucionales, pero profundamente enraizada en el conocimiento acumulado sobre el funcionamiento de las comunidades y escuelas judías en América Latina, así como en información ocasional que he recibido sobre algunos colegios judíos del continente.

Esta distancia me permite observar con cierta perspectiva las tendencias que, en mi opinión, podrían estar siendo ignoradas o subestimadas peligrosamente. La educación judía de hoy enfrenta desafíos existenciales nunca antes imaginados, desde la fisura interna en Israel —cada vez más dramática— entre laicos-tradicionalistas y religiosos-nacionalistas, que dibujan la imagen de dos países enfrentados bajo un mismo nombre: “Israel”, hasta el creciente etiquetamiento del judío como figura incómoda, sospechosa o indeseable en diversas sociedades. Esto no ocurre solo en Medio Oriente, sino también en América Latina, EE.UU. y Europa Occidental, bajo el liderazgo de España y Francia, y amplificado por múltiples medios de comunicación alineados con esa visión adversa.

En ese contexto, muchos jóvenes judíos enfrentan dolorosos dilemas internos entre su seguridad personal, sus conveniencias sociales y profesionales, y el reconocimiento abierto y libre de su identidad judía, en un entorno donde esta puede ser vista con desconfianza, prejuicio o abierta hostilidad. En algunas universidades o espacios públicos, basta con ser identificado como judío, portar una kipá o expresar opiniones comprensivas con Israel, para convertirse en blanco de agresiones verbales, marginación social o amenazas físicas. Este dilema —entre vivir el judaísmo con orgullo o negarlo por temor— es uno de los más angustiosos y decisivos retos contemporáneos.

La educación judía, por tanto, no solo debe nutrir la identidad judía y proporcionar conocimientos y valores tradicionales, sino también formar almas fuertes y mentes lúcidas capaces de resistir las presiones externas, de articular sus convicciones con inteligencia, y de navegar aguas ideológicas cada vez más turbulentas con el timón de la dignidad y la memoria.

A esto se suman tres ejes ineludibles para cualquier reflexión sobre la escuela judía. Primero, el desafío curricular de articular lo particular judío con lo universal, entendiendo que la historia judía no puede aislarse del devenir del mundo: desde la Alejandría helenística hasta el Holocausto, desde la creación del Estado de Israel hasta la geopolítica contemporánea. Esta interconexión es especialmente clara cuando se observan algunos de los hitos que marcaron tanto al mundo como al pueblo judío. La aparición de Jesús en el Imperio Romano, la Inquisición en España y Portugal, las Cruzadas que desataron masacres brutales contra judíos en ciudades europeas, los pogromos en Europa del Este y el Holocausto. Tampoco puede entenderse la identidad judía moderna sin hacer referencia a la creación de las Naciones Unidas en 1945 con la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, y el establecimiento del Estado de Israel ese mismo año. A partir de ahí, se configuró una nueva dinámica geopolítica en el Medio Oriente. No solo nació Israel: también emergieron como estados nacionales modernos países como Líbano, Siria, Irak, Arabia Saudita, Jordania y Turquía, en gran parte como consecuencia de la descolonización y de los reacomodos políticos tras la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Segundo, la evolución de la identidad judía y sionista, desde el sionismo idealizado de posguerra hasta la compleja y polémica relación con el Israel contemporáneo, pasando por la guerra en Gaza tras la masacre de Hamas contra los israelíes el 7 de octubre de 2023, que ha producido un efecto boomerang devastador sobre la imagen internacional de Israel. Y tercero, la necesidad urgente de preparar a los jóvenes para enfrentar un mundo crecientemente hostil y polarizado, donde el antisemitismo se disfraza de justicia social y se normaliza incluso en espacios universitarios, políticos y mediáticos.

Las preguntas —aún sin respuesta— que se ciernen sobre la educación judía son crudas, pero inevitables: ¿por qué un o una joven habría de desear seguir siendo judío en un contexto tan hostil, tan lleno de trampas simbólicas y reales? ¿Cómo puede la educación judía preparar a sus alumnos para enfrentar estas realidades con coraje, lucidez y sentido de misión, y no solo como herederos de una valiosa tradición, sino como ciudadanos del mundo con una identidad inquebrantable, activa y resiliente? Porque si la escuela no se anticipa a este mundo hostil, el mundo hostil llegará igual. Pero encontrará a nuestros jóvenes sin respuestas, y lo que es peor, sin confianza.

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PD: para los lectores que quieren profundizar en estos conceptos, agrego a continuación un mayor detalle de lo escrito en este texto.

1). El reto curricular de articular lo universal con lo particular judío

Uno de los grandes desafíos de la educación judía contemporánea es lograr una articulación significativa entre el legado particular del pueblo judío y los valores, conocimientos y realidades del mundo universal. Este reto no es solo pedagógico, sino profundamente identitario. Se trata de formar jóvenes capaces de comprender y vivir su judaísmo sin que ello represente una desconexión ni un encierro frente a la sociedad global en la que están inmersos.

Históricamente, el pueblo judío ha vivido entre dos mundos: el propio —con sus leyes, costumbres, lengua, liturgia y tradiciones— y el ajeno, conformado por las culturas mayoritarias de cada época y lugar. El encuentro entre estos dos universos ha generado tanto tensiones como enriquecimientos. Desde la convivencia en la Alejandría helenística hasta la producción filosófica de Maimónides en el mundo árabe, pasando por la participación de judíos en los movimientos ilustrados y emancipatorios europeos, la historia judía está tejida con los hilos de la historia universal.

Esta interconexión es especialmente clara cuando se observan algunos de los hitos que marcaron tanto al mundo como al pueblo judío. La aparición de Jesús en el contexto político, social y religioso del Imperio Romano no solo tuvo un impacto irreversible sobre el cristianismo naciente, sino que también transformó para siempre la posición de los judíos en el mundo occidental. Siglos después, la Inquisición en España y Portugal sometió a las comunidades judías a persecuciones sistemáticas, obligándolas a convertirse, exiliarse o vivir como criptojudíos. Las Cruzadas, impulsadas por el fervor religioso cristiano, desataron masacres brutales contra judíos en ciudades europeas mientras los ejércitos marchaban a Tierra Santa.

Más adelante, los pogromos en Europa del Este evidenciaron cómo el antisemitismo podía institucionalizarse y reproducirse socialmente sin control, preparando el terreno para la mayor catástrofe de la historia judía: el Holocausto. Este episodio no solo redefinió el sentido de vulnerabilidad del pueblo judío, sino que también alteró para siempre el mapa moral del mundo contemporáneo.

No puede entenderse la identidad judía moderna —ni tampoco su educación— sin hacer referencia a otros hitos históricos con fuerte dimensión universal. La creación de las Naciones Unidas en 1945, la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, y el establecimiento del Estado de Israel ese mismo año, son eventos que marcan un punto de inflexión. A partir de ahí, se configuró una nueva dinámica geopolítica en el Medio Oriente. No solo nació Israel: también emergieron como estados nacionales modernos países como Líbano, Siria, Irak, Arabia Saudita, Jordania y Turquía, en gran parte como consecuencia de la descolonización y de los reacomodos políticos tras la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Todo esto debe enseñarse no como capítulos separados de la historia judía y la historia universal, sino como una sola narración entrelazada. Una educación judía relevante y crítica no puede limitarse a transmitir rituales, fechas o festividades. Debe propiciar la reflexión sobre cómo el pueblo judío ha sido, a lo largo de los siglos, actor y testigo de los grandes procesos de transformación de la humanidad. Y, sobre todo, debe permitir que cada estudiante se reconozca como portador de una identidad que es particular y universal al mismo tiempo. Junto con ello, hacer un ejercicio de imaginación constante sobre los escenarios futuros y cómo el estudiante se ubica ante ellos

 

  1. Evolución de la identidad judía y sionista

Durante décadas, la narrativa educativa giró en torno a un sionismo idealizado, que presentaba a Israel como el refugio natural de los judíos perseguidos, como la realización de una aspiración milenaria de soberanía y dignidad. Este imaginario se vio reforzado por hitos históricos que, más allá de su significado geopolítico, calaron profundamente en el alma judía global.

Uno de los puntos de partida fundamentales fue la Declaración Balfour de 1917, en la que el gobierno británico expresó su apoyo a la creación de un “hogar nacional judío” en Palestina. A ello siguió el Mandato Británico (1920–1948), durante el cual sucesivas oleadas migratorias judías (Aliyot) buscaron reconstruir una vida nacional en medio de crecientes tensiones con las comunidades árabes locales. Este período forjó una identidad judía impregnada de realismo político y necesidad de defensa organizada.

El mayor golpe a la conciencia judía contemporánea fue, sin duda, el Holocausto. Seis millones de judíos asesinados por el nazismo ante la indiferencia del mundo reforzaron en la diáspora la convicción de que la existencia de un Estado judío soberano no era solo legítima, sino urgente e innegociable. Israel no era solo un sueño ancestral: era una cuestión de supervivencia.

En 1948, con la partición del Mandato Británico recomendada por la ONU, nació el Estado de Israel. La Guerra de Independencia no solo consolidó su existencia física, sino que lo convirtió en el eje simbólico y político de la identidad judía moderna. Las generaciones siguientes reforzaron este vínculo con cada victoria heroica, como la de la Guerra de los Seis Días en 1967, que elevó la autoestima de los judíos en todo el mundo, consolidó el prestigio internacional de Israel y forzó al mundo islámico a resignarse, aunque con recelo, a su permanencia irreversible.

Sin embargo, no todo fue épica. La Guerra de Yom Kipur en 1973 golpeó fuertemente la moral y la percepción de seguridad nacional israelí. A partir de entonces, el panorama político comenzó a mutar. El ascenso de Menajem Begin al poder, como líder del partido Likud, abrió la puerta a alianzas con sectores religiosos nacionalistas ortodoxos que fueron desplazando el sionismo liberal-laico predominante desde los primeros años del Estado. Ese proceso ha llegado hasta nuestros días con el actual liderazgo de Benjamín Netanyahu, cuyas políticas generan divisiones profundas tanto dentro de Israel como en la relación con la diáspora.

Este viraje político e ideológico ha tensado las relaciones con el mundo palestino e islámico, y ha generado incertidumbre entre los jóvenes judíos de la diáspora, que crecieron con una imagen de Israel como sociedad democrática, plural y pacífica. Si bien los Acuerdos de Camp David (1978) con Egipto y los Acuerdos de Oslo (1993) con la Autoridad Palestina abrieron una etapa de diálogo y esperanza, también dejaron entrever profundas divisiones internas. La globalización no hizo sino amplificar esas tensiones: hoy, muchas voces dentro de las comunidades judías fuera de Israel cuestionan ciertas políticas estatales y buscan conciliar su vínculo con Israel con valores de justicia social, democracia y derechos humanos.

A ello se suma un hecho reciente y devastador: la guerra en Gaza iniciada como represalia al criminal ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023. Si bien la respuesta militar israelí se basó en la legítima defensa, su escala y consecuencias han tenido un efecto boomerang brutal sobre la imagen internacional de Israel. La devastación humanitaria, la alta cifra de muertes civiles palestinas, y la percepción de desproporción en el uso de la fuerza han erosionado gravemente la legitimidad moral de Israel en los foros internacionales y entre sectores crecientes de la opinión pública mundial, incluidos muchos judíos de la diáspora. Los valores democráticos y éticos que antes se consideraban emblemas del Estado judío hoy están siendo puestos en duda con una intensidad sin precedentes.

Nos preguntamos entonces: ¿de qué manera esta evolución —desde un Israel idealizado hasta un Israel complejo, contradictorio y en disputa— impacta en la construcción de la identidad judía en el mundo? ¿Cómo enseñar hoy en las escuelas judías una identidad sionista que reconozca tanto los logros como las sombras del proyecto israelí, y que permita a los jóvenes sentirse parte de una historia que es suya, pero no acrítica ni estática?

Educar para esta complejidad es quizás uno de los desafíos más urgentes y honestos de nuestra época.

 

  1. Preparación para un Mundo Desafiante

 

Durante décadas, los judíos en la diáspora —especialmente en América Latina, Europa occidental y Norteamérica— vivieron con la sensación de haber alcanzado un cierto grado de integración, estabilidad y respeto en las sociedades a las que pertenecían. Las escuelas judías, en ese contexto, preparaban a sus alumnos no solo para vivir con orgullo su identidad judía, sino también para vincularse con el mundo moderno, sintiéndose parte activa de sociedades abiertas, liberales y occidentales que, en líneas generales, reconocían y valoraban al pueblo judío y al Estado de Israel.

Pero ese mundo está cambiando. Y no para bien.

El siglo XXI nos coloca frente a una realidad inquietante: vivimos un resurgimiento del antisemitismo global, acompañado de una hostilidad creciente hacia Israel, incluso en países que históricamente fueron considerados refugios seguros para los judíos. La novedad de esta hostilidad no radica solo en su intensidad, sino en el hecho de que se manifiesta abiertamente en espacios tradicionalmente filojudíos y democráticos, como universidades de élite, parlamentos europeos, medios de comunicación internacionales y organismos multilaterales.

Las imágenes de sinagogas atacadas en Francia, cementerios judíos profanados, y niños agredidos por llevar kipá ya no pertenecen únicamente al pasado. En Alemania y Estados Unidos, países con sólidas comunidades judías, la sensación de seguridad se ha deteriorado abruptamente, alimentada por discursos públicos cada vez más permisivos con el antisemitismo disfrazado de justicia social o activismo político.

En campus universitarios de EE.UU. y Europa, el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) ha generado una presión sistemática para silenciar a oradores israelíes o cancelar actividades vinculadas al judaísmo sionista. Estudiantes judíos son increpados por su relación con Israel, marginados, e incluso amenazados. En redes sociales, la ecuación entre sionismo y colonialismo, o Israel y apartheid, se ha instalado con fuerza. Este fenómeno no solo desinforma, sino que afecta gravemente la autoestima y el sentido de pertenencia de los jóvenes judíos.

La acción militar de Israel en Gaza tras el brutal ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 ha profundizado esta crisis. Lo que comenzó como una legítima respuesta defensiva ha sido convertido, en el discurso internacional, en una acusación de genocidio, crímenes de guerra y terrorismo de Estado. Países que alguna vez apoyaron incondicionalmente a Israel hoy lideran campañas de condena, y los medios de comunicación replican narrativas simplificadas que omiten el contexto histórico, las amenazas reales y el derecho a la autodefensa del Estado judío. En lugar de denunciar a Hamás como organización terrorista, se criminaliza al propio Israel.

La doble vara en organismos internacionales es escandalosa. Mientras dictaduras como Irán o Corea del Norte pasan prácticamente desapercibidas, Israel acumula condenas en la ONU que lo presentan como el villano del sistema internacional. Esto genera una sensación de demonización constante, especialmente entre los jóvenes judíos que no entienden por qué su Estado ancestral es juzgado con tanta severidad y desproporción.

Frente a esta realidad, ¿cómo deben responder las escuelas judías?

El rol de estas instituciones no puede limitarse a enseñar historia, hebreo o festividades. Deben convertirse en espacios de contención, esclarecimiento y empoderamiento, donde los alumnos puedan procesar lo que viven y oyen con sentido crítico y profundo conocimiento. Debemos preparar a los estudiantes para entender la diferencia entre crítica legítima a las políticas de un gobierno y la deslegitimación del derecho a existir del Estado de Israel. Y más aún: ayudarlos a desenmascarar el antisemitismo que hoy se disfraza de causas progresistas, en discursos que abogan por derechos humanos pero excluyen —y hasta deshumanizan— a los judíos e israelíes.

Educar para este mundo ya no puede hacerse con los recursos del siglo XX. No basta el orgullo. Hace falta lucidez. No basta el sentido de pertenencia. Hace falta preparación estratégica, emocional y argumentativa. Las escuelas deben enseñar a pensar críticamente, a leer medios con mirada analítica, a debatir con base, y a resistir sin caer en el odio ni el victimismo.

Este es el tercer gran eje de la educación judía actual. Junto al primero —la articulación entre lo universal y lo particular— y al segundo —la evolución de la identidad sionista—, la preparación para un mundo que ya no acepta con la misma naturalidad al judío ni a Israel es un desafío urgente y dolorosamente necesario.

Porque si la escuela no se anticipa a este mundo hostil, el mundo hostil llegará igual. Pero encontrará a nuestros jóvenes sin respuestas, y lo que es peor, sin confianza.