Que cada colegio escoja a sus maestros y que con la participación de los padres aprendan a escoger a los mejores

El juego de ajedrez de los diversos actores del sector educación con motivo del reciente concurso para nombrar a 30.000 profesores produjo importantes efectos.
Por un lado las congresistas y ex ministras Gloria Helfer y Mercedes Cabanillas se reencontraron con sus votantes docentes al promover activamente la Ley 27491 del 19.08.2001 que convocó a dicho concurso. Por su lado el ministro Nicolás Lynch introdujo a los padres como nuevo actor en la evaluación docente, rompiendo el monopolio que mantenían la burocracia de las USE y el Sutep. Para ello movilizó inteligentemente la voluntad de las Apafa a favor de su intervención con voz y voto en los Consejos Escolares que participaron en la primera parte de la evaluación.
Por su parte el Sutep vendió caro su repliegue, arrancándole al Ministerio de Educación diversas concesiones a lo largo del proceso que se tradujeron en cambios al reglamento, aunque sin torcerle el brazo en los dos temas fundamentales: la participación de los padres en la evaluación y la eliminación de los nombramientos automáticos en las USE en las cuales el Sutep ejercía notable influencia.
Como resultado el Ministerio de Educación recuperó el liderazgo en el tema, jaqueando al Sutep que ya no estará solo en el campo de juego porque las Apafa serán cada vez más fuertes. El partido de fondo se jugará en la discusión del rol de los padres y autoridades en la nueva ley del profesorado.
Respecto al concurso en sí mismo, hay varias lecciones por asumir. Primero, ¿qué sentido tiene formar el Consejo Escolar para que escoja cuáles son los postulantes preferidos por cada colegio, cuando esta elección es modificada por los resultados del posterior examen escrito nacional? En el reciente concurso, de los 114 mil postulantes 75 mil obtuvieron el puntaje mínimo en la evaluación de los Consejos Escolares lo que les permitió pasar al examen escrito nacional, que así resulta siendo el instrumento que define a los ganadores de las 30 mil plazas. De este modo, la opinión del Consejo Escolar habrá servido de muy poco. Si se hubiera tomado primero el examen escrito, el Consejo Escolar hubiera sido el factor decisivo para elegir al que le parecía mejor entre aquellos postulantes que ya estaban aptos.
Segundo, la entrevista personal que hizo el Consejo Escolar a cada postulante para formarse un concepto sobre su personalidad, carisma, capacidad de comunicación, desempeño, apenas valía 10 puntos sobre el total de 60 (o 100 si consideramos la posterior suma con el examen escrito), quedando desvirtuado cualquier orden de méritos, debido a que los otros 50 puntos se obtenían con infinidad de documentos, varios de ellos irrelevantes y hasta falsos o falsificados.
En tercer lugar, un examen escrito aplicado a 75 mil docentes además de la corrupción y las dificultades logísticas que conlleva y que fueron evidentes, tiene escaso valor predictivo respecto a quiénes serán los mejores docentes, cuyas habilidades se deberían apreciar en su desempeño en el aula, su relación con los alumnos y su capacidad de lograr que aprendan. Por si fuera poco, el temario publicado para el examen escrito correspondía a un cuestionario enciclopédico y memorístico adecuado quizá para el siglo XIX, pero que jamás podría seleccionar a los profesores preferidos por el discurso ministerial; es decir, aquellos que fueran críticos, creativos, capaces de alejarse de la rigidez del enciclopedismo y el memorismo para convertirse en facilitadores del aprendizaje significativo de los alumnos.
Ojalá que entre el ajedrez del poder y una evaluación seria de los aspectos técnicos del concurso nos acerquemos cada vez más al ideal de que cada colegio escoja a sus maestros y que con la participación de los padres aprendan a escoger a los mejores, ya que serán sus hijos los que paguen las consecuencias de sus aciertos o sus errores.