Malas decisiones tomadas desde hace 40 años han llevado a los alumnos peruanos de hoy al último lugar en lectura, matemática y ciencias entre los 41 países evaluados en la prueba internacional PISA, reiterando los resultados de la Unesco en 1998. En estos 40 años la población escolar del país se cuadruplicó, el magisterio se quintuplicó, pero el gasto educativo solo se duplicó, por lo que el salario magisterial se redujo a la cuarta parte. Cayó la inversión por alumno y por profesor, reduciendo la calidad de los formadores de profesores y el nivel de los estudiantes atraídos a la pedagogía.
Junto con esto, una continuada concepción centralista, estatista y reglamentarista de la educación y una complaciente Ley del Magisterio ha frustrado el desarrollo institucional creativo de los centros educativos, tirando abajo la calidad de la educación. Los efectos se seguirán sintiendo por lo menos durante 10 años más, porque actualmente esperan ser contratados 100 mil profesores titulados y 170 mil estudiantes de educación, con similar formación a la de aquellos que actualmente ejercen la docencia y producen malos resultados. Ese círculo vicioso debe romperse, pero la nueva Ley de Educación no lo hace. Respecto a la de 1982 introduce algunos avances conceptuales valiosos, como la atención a la infancia, la acreditación y certificación de instituciones educativas y profesores y la mayor autonomía escolar.

Sin embargo, no crea una plataforma legal para avanzar más en los temas políticamente sensibles. Volvemos al síndrome de la vacuna compartida. Es decir: una dosis de vacuna, por ejemplo, contra la poliomielitis, inmuniza a un niño, pero si se divide y aplica a cinco niños, ninguno quedará inmunizado. Hay una dosis mínima sin la cual vacunarse o no da lo mismo. Algo similar ocurre en la educación. Hay un mínimo de continuidad de las políticas ministeriales, rendición de cuentas, así como de liderazgo del director y calidad de los docentes, por debajo de los cuales las acciones del ministerio, o el hecho de que los alumnos vayan o no a la escuela, da casi lo mismo. La nueva Ley de Educación no hace replanteamientos drásticos, por ejemplo, respecto al papel, deberes y derechos de los directores y profesores.

En lugar de reconocer claramente el liderazgo del director, debidamente preparado y seleccionado por la comunidad para conducir el centro educativo, con capacidad para evaluar y proponer a los profesores que ingresarán o serán retirados del centro educativo, lo convierten en un miembro más de un grupo de seis o siete personas que forman el Consejo Educativo Institucional, con lo que diluyen su autoridad.

Lejos de reformular las prerrogativas laborales magisteriales de la obsoleta Ley del Magisterio, estas se perpetúan, impidiendo que el país se beneficie con directores-líderes y con el aporte docente de profesionales calificados que están disponibles para trabajar en educación, sin ser pedagogos de carrera. Hay gran cantidad de profesionales desempleados que están preparados en matemática, lingüística, psicología y otras materias, que tienen vocación docente, pero que por ley quedan fuera del universo de posibles directores o profesores.

En cuanto al presupuesto estatal, en lugar de concentrarlo y darle prioridad a la educación infantil y básica gratuitas, extiende universalmente la gratuidad a la educación superior, incluyendo a los estudiantes pudientes, con lo que se diluye el presupuesto per cápita a cifras aun menores que las actuales. Los peruanos con derecho a educación gratuita aumentarán de los actuales 8 a 12 millones. Nada de ello mejorará la calidad de los docentes, de la gestión, ni de los resultados del aprendizaje. Reitero entonces: si no hacemos cambios legales drásticos en la gestión, docencia y financiamiento, no dejaremos de estar en la cola del desempeño educativo mundial.