¿Cuántos peruanos tienen la extraña virtud de decir «eso me resulta éticamente inaceptable» o «renuncio por razones de principio» frente a encargos censurables o ilegales? No me refiero solamente a peruanos que han tenido la oportunidad de educarse para construir una personalidad y una moralidad a toda prueba, capaz de trazar límites infranqueables entre lo aceptable y lo inaceptable. Me refiero también a quienes tienen alternativas laborales de modo que si desisten de un trabajo, tienen otros en la cartera para suplir los ingresos faltantes y no desamparar a sus dependientes. Me refiero también –y con admiración– a quienes tienen tales convicciones que son capaces de preferir un futuro de ingresos inciertos antes que ceder al chantaje, venderse o atender condiciones de trabajo éticamente inaceptables.

Sin duda, en el Perú no son suficientes los jueces, profesores, contadores, policías, abogados, comerciantes, periodistas, regidores, congresistas, autoridades locales, regionales y nacionales, que hayan mostrado esa capacidad de deslinde ético, inclusive entre aquellos cuya educación y patrimonio acumulado se los permitiría sin mayores sacrificios. Por lo tanto, no debe sorprendernos esta ausencia de moralidad en la vida pública y privada, en el quehacer administrativo, en la vida política.

El encarcelamiento de tantos militares y policías (juro por «amor a la patria»), altos funcionarios y jueces («juro por Dios y la patria») y el procesamiento reciente de ex presidentes y congresistas («que Dios y la Patria os lo demanden») son la vitrina ética del país que ha trivializado las conductas éticas de modo que quien la sigue es un bicho raro en el océano de la inmoralidad, corrupción y las transgresiones impunes. Una parte de esta inmoralidad es revelada por la prensa, pero otra inmensa parte queda oculta porque se ha normalizado e institucionalizado tanto que ya es parte de la ‘peruvian way of life’, la manera peruana de vivir. Lo más grave del asunto es que a la mayoría parecería no importarle o al menos no importarle lo suficiente como para intentar cambiarlo, a pesar de la infinidad de evidencias de que las sociedades democráticas más desarrolladas, son precisamente las que tienen un mayor respeto al Estado de derecho y a la ética pública. Es decir, las menos corruptas.

¿Cómo hemos llegado a la situación actual? Gracias a los gobernantes y funcionarios públicos que en las últimas décadas imprimieron ese sello de corrupción e inmoralidad al quehacer público y que se han diluido ante la premisa de que «todos lo hacen» o «solo así funcionan las cosas» o «si hace obras, no importa si roba». ¿Cómo romper el círculo vicioso? Primero, lograr que actuar éticamente no implique un gran sacrificio. Crear las condiciones para que sea viable actuar de acuerdo a la ley y a los principios de la convivencia correcta, con instancias de denuncia ágiles y eficientes, sin tener que apelar a artimañas o transgresiones para resolver los problemas, con sanciones a los beneficiarios de coimas o chantajes. Segundo, el buen ejemplo de presidentes, ministros, congresistas, jueces y altos funcionarios con la sanción pública y drástica a los transgresores. Tercero, aprender a elegir autoridades después de verificar su trayectoria personal y sus calidades éticas.

Ojo, los candidatos para el 2011 ya empiezan a germinar.