Cuando Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, escribió a su antiguo maestro Louis Germain para agradecerle por haber creído en él cuando nadie más lo hizo. Le dijo que sin su apoyo, “ese niño pobre que debía haber sido condenado al anonimato” jamás habría llegado a ser el hombre que escribía esas líneas.

El novelista israelí Amos Oz habló siempre con devoción de su maestra en Jerusalém, la poeta Zelda Schneerson Mishkovsky, quien lo hizo enamorarse del lenguaje y creer que las palabras podían curar heridas. “Ella no solo me enseñó a escribir —dijo Oz—, me enseñó a mirar el alma humana con compasión. Si escribo con ternura y sin cinismo, es gracias a ella.”

Bill Gates recordó a su profesor de matemáticas Fred Wright como quien lo empujó a competir contra sí mismo y le enseñó que pensar podía ser divertido. “Esa sensación de que pensar podía ser un juego cambió mi vida”, diría décadas después en su discurso a graduados de Harvard.

Gabriel García Márquez, al rememorar su adolescencia, evocó al maestro que lo llamó “el escritor del futuro” y lo animó a leer a los clásicos. “Fue el primero que me dijo que lo que escribía tenía valor. A veces eso basta para cambiar un destino.”

Steven Spielberg nunca olvidó a Chuck Silvers, el bibliotecario que le permitió usar los equipos de grabación del colegio cuando tenía 13 años. Lo invitó al estreno de E.T. y le dijo: “Usted creyó que yo podía contar historias cuando nadie más lo hacía.”

Y la científica Ada Yonath, primera mujer israelí en recibir el Premio Nobel de Química, recordó que su maestra de primaria en Bnei Brak la alentaba a explorar más allá del currículo: “Me dejaba experimentar con las cosas que rompía en casa y, en lugar de regañarme, me preguntaba qué había aprendido.” Ese estímulo temprano fue decisivo para su vocación científica.

En esos gestos de gratitud y reconocimiento, ellos nos recuerdan que detrás de muchos destinos notables hay un maestro o una maestra que, sin buscar reconocimiento, encendieron una chispa que duró toda la vida. Detrás de cada historia de éxito, hay un maestro que vio lo que los demás aún no veían.

Veinte años después de haber dejado el colegio, los exalumnos casi nunca recuerdan los nombres de todos los cursos ni las fórmulas que tanto les costó memorizar. Tampoco recuerdan las rúbricas, las notas ni los informes trimestrales. Pero sí recuerdan con nitidez a algunos maestros. No a todos —solo a esos pocos que, de una u otra forma, dejaron una huella que el tiempo no logra borrar.

¿Quiénes son esos maestros? No necesariamente los que sabían más, ni los más simpáticos, ni los que ponían las mejores notas. Son, sobre todo, los que lograron que cada alumno se sintiera visto. Aquellos que, sin decirlo abiertamente, transmitieron un mensaje de confianza: “sé que puedes, aunque tú todavía no lo veas”.
Los que hicieron sentir que el aula era un lugar donde valía la pena ser uno mismo.

Recordamos al maestro que nos defendió cuando todos dudaban de nosotros, al que nos desafió con una pregunta que nos obligó a pensar por primera vez sin repetir lo aprendido, al que nos mostró que el error no era una condena sino una oportunidad para crecer. Recordamos también al que nos habló con respeto cuando otros eligieron humillarnos, o al que nos escuchó cuando nadie más lo hacía.

Las huellas que dejan los maestros no se miden con pruebas estandarizadas ni figuran en los rankings educativos. Son invisibles, pero decisivas: se notan en la autoestima, en la curiosidad intelectual, en la forma en que uno trata a los demás, en la confianza para hablar en público o atreverse a crear.

Por eso, cuando un egresado mira hacia atrás, puede que no recuerde exactamente qué era la fotosíntesis o el sistema decimal, pero sí recuerda a quién le enseñó a mirar con asombro una hoja o a encontrar belleza en una ecuación.
El conocimiento se olvida, la emoción perdura.

El maestro que deja huella no siempre lo sabe. Muchas veces cree que solo está cumpliendo su deber. Pero veinte años después, hay un exalumno que al cruzarse con él en la calle sonríe y piensa: “usted cambió algo en mí”. Ese es el premio silencioso y verdadero del oficio docente: saber que uno fue parte de la construcción de una vida.

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