En ocasiones, me entrevisto con padres que buscan cambiar a sus hijos de colegio. Cuando les pregunto qué ocurre en el colegio actual, los argumentos suelen repetirse: su hijo sufre bullying, no encuentra apoyo en los momentos difíciles, se aburre con los métodos pedagógicos tradicionales, enfrenta docentes autoritarios y humillantes, no puede desplegar sus talentos creativos y, sobre todo, «no disfruta, no es feliz en su colegio».

Esto coloca a los padres en una encrucijada. Por un lado, quieren que su hijo sea feliz y disfruten de su escolaridad, pero por otro, les cuesta tomar la decisión de cambiarlo porque allí están sus amigos y los suyos, el colegio tiene prestigio, etc. Algunos se aferran a la esperanza de que, con el tiempo, la situación mejorará. Sin embargo, muchas veces estos mismos padres han estado pensando lo mismo durante años, postergando una decisión que podría transformar la vida de su hijo o hija.

Cada año que un alumno o alumna permanecen en un entorno desfavorable deja marcas profundas en su autoestima y seguridad personal. El bullying constante puede hacerle creer que no merece respeto ni aceptación. La falta de apoyo en momentos difíciles refuerza una percepción de soledad y desamparo. Aburrirse en el aula o sentirse reprimido creativamente le enseña que su potencial no tiene valor. Y enfrentarse a métodos autoritarios o humillantes genera miedo permanente a equivocarse o ser juzgado.

Estas experiencias no desaparecen con el tiempo; al contrario, se consolidan y moldean la personalidad del estudiante, construyendo barreras que limitan su confianza, iniciativa y capacidad de enfrentar desafíos en el futuro. Cada año de postergación profundiza estas cicatrices emocionales. Y en un mundo en el que las habilidades blandas y la salud mental son cada vez más decisivas, estos daños emocionales pesan cada vez más.

El argumento de «démosle una oportunidad más» suele estar más relacionado con el miedo de los padres al cambio que con una evaluación objetiva de lo mejor para el hijo. Este temor, basado en la comodidad de mantenerse donde están, rara vez lleva a una mejora espontánea.

Cuando los padres eligen no actuar, el mensaje implícito para sus hijos es claro: su malestar no es suficientemente importante como para provocar un cambio. Esto valida su sufrimiento, le enseña resignación y prioriza factores como la estabilidad o el prestigio por encima de su bienestar emocional. Por su parte, al quedarse atrapado en un entorno que lo desgasta, el hijo no solo pierde años de potencial desarrollo, sino que refuerza sentimientos de inseguridad, tristeza e incluso desesperanza.

Cambiar de colegio no garantiza automáticamente que todo será perfecto en el nuevo entorno. Sin embargo, representa una oportunidad para escuchar a su hijo o a su hija, replantear las prioridades familiares y actuar con valentía en función de su bienestar.

La clave no está en prometer felicidad absoluta, sino en ofrecerle un entorno donde se sienta valorado, seguro y con espacio para crecer. Un cambio de colegio puede marcar la diferencia entre años de estancamiento emocional o una nueva etapa de aprendizaje y desarrollo.

Como padres, debemos aseguraros que hicimos lo posible con el colegio actual por superar las dificultades y desventuras de nuestros hijos, pero si el panorama no cambia, debemos preguntarnos: ¿Qué le estamos enseñando a nuestros hijos al postergar esta decisión? ¿Qué huellas queremos que lleven consigo en su adultez? Si la respuesta apunta a su bienestar y desarrollo, quizá es hora de tomar esa decisión que ha sido postergada durante tanto tiempo.

La vida está llena de transiciones, y muchas de ellas son necesarias para encontrar el lugar donde poder florecer. No privemos a nuestros hijos de esa oportunidad, cuando los hechos lo demanden.

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