Era un hombre que lo tenía todo. O al menos eso parecía. Desde fuera, su vida era un modelo de éxito: un CEO respetado, un líder admirado, un nombre que resonaba en los pasillos de las grandes corporaciones. Sus decisiones movían mercados, sus palabras inspiraban a equipos enteros, y su agenda estaba repleta de reuniones estratégicas, viajes internacionales y cenas de gala. Pero en medio de ese mundo de lujo y poder, había algo que se le escapaba. Algo que no aparecía en los informes trimestrales ni en las presentaciones de la junta directiva. Algo que, en silencio, se estaba desmoronando: su hija.

Soledad, de 15 años, era una adolescente brillante, callada y sensible. En casa, sus sonrisas eran escasas, pero su padre, siempre ocupado, atribuía su comportamiento a la típica rebeldía adolescente. «Es la edad», decía, mientras revisaba su correo electrónico en la cena. «Ya pasará». Su madre, aunque preocupada, se dejaba llevar por las excusas de él. «Es fuerte, como su padre», pensaba, intentando convencerse de que todo estaba bien.

En el colegio, Soledad luchaba en silencio contra un dolor que nadie parecía entender. Sus profesores, atentos pero limitados, intentaban ayudarla. La psicóloga del colegio la llamaba con frecuencia, pero las respuestas de Soledad eran evasivas, sus palabras, cortantes. El colegio organizó reuniones con los padres, pero el CEO nunca asistía. «No puedo, tengo una junta importante», decía, delegando en su esposa la responsabilidad de escuchar lo que los profesores tenían que decir. Ella iba, pero regresaba con la misma resignación: «Dicen que está callada, que no participa, pero ya pasará».

Hasta que un día, todo estalló.
Fue una llamada en medio de una reunión importante. El colegio. Soledad había intentado quitarse la vida.

El mundo del CEO se detuvo. De repente, las cifras, los proyectos, los logros, todo perdió sentido. ¿Cómo no lo vio? ¿Cómo no supo que su hija, su propia sangre, estaba sufriendo tanto? Las preguntas lo atormentaban, pero no había respuestas. Solo un silencio ensordecedor y un dolor que no podía medirse en gráficos ni balances.

En las semanas siguientes, el CEO descubrió una realidad que nunca había considerado. El colegio había intentado ayudarla, pero sin el apoyo de la familia, sus esfuerzos habían sido insuficientes. Las reuniones a las que él no asistió, las llamadas que ignoró, las señales que minimizó con un «ya pasará»… todo cobró un sentido trágico. Él había estado tan enfocado en construir un imperio que había descuidado lo más importante: su familia.

Esta historia, aunque desgarradora, no es única. En un mundo donde el éxito se mide en términos de productividad y rentabilidad, las prioridades personales a menudo quedan relegadas. Los colegios, por más que intenten, no pueden suplir el vacío que deja la ausencia de los padres. Y los padres, atrapados en la vorágine del trabajo, muchas veces no ven lo que ocurre frente a sus ojos hasta que es demasiado tarde.

Soledad sobrevivió, pero su historia es un recordatorio de que el verdadero liderazgo comienza en casa. Las decisiones más importantes no se toman en la sala de juntas, sino en la mesa de la cocina, escuchando con el corazón.

¿Y usted, amigo o amiga lectora? ¿Es de esos CEOs o madres que creen que “ya pasará”?

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