Durante décadas, muchas familias de todos los niveles socioeconómicos han visto al colegio como una mezcla entre un lugar de instrucción y un espacio seguro donde dejar a sus hijos mientras trabajan. Con el tiempo, esta función social se ha ido sofisticando, y hoy muchos colegios parecen ofrecer —al menos en apariencia— una “guardería de lujo”: instalaciones modernas, talleres artísticos, tecnología de punta, viajes, comida saludable, atención psicológica y programas bilingües. Todo eso sin duda valioso. Pero si nos detenemos ahí, nos estamos perdiendo lo esencial.

Lo que se dice poco -o con poca claridad- es que todos estos elementos son decorado si no están al servicio de un propósito mayor: formar personas críticas, libres, creativas y emocionalmente sanas. Personas capaces de pensar por sí mismas, cuestionar lo que no entienden, conmoverse por las injusticias y contribuir con soluciones originales a los desafíos que enfrentamos como sociedad.

El colegio no puede conformarse con ser un espacio de “entretenimiento educativo” o de simulación de éxito. Tampoco debe limitarse a repetir fórmulas que funcionaron hace décadas pero hoy resultan obsoletas. Una buena educación no puede centrarse solo en estrictos reglamentos de conducta o en notas, rankings, ensayos de pruebas tipo PISA ni en repetir contenidos para pasar exámenes. Debe centrarse en transformar la mente y el corazón de los estudiantes. Y eso requiere coraje, pensamiento pedagógico renovado y una visión profunda del ser humano.

Ahora bien, los colegios también deben asumir su responsabilidad como agentes de cambio. No resuelve los problemas culpar exclusivamente al Ministerio de Educación por sus rigideces normativas, por las trabas burocráticas o por un currículo nacional anacrónico, porque la innovación educativa no nace de las normas, sino del deseo profundo de educar de otra manera. Los colegios que realmente quieren innovar aprenden a navegar dentro de los márgenes, a encontrar las grietas por donde se cuela la luz, y a construir desde adentro una cultura escolar valiente, reflexiva y transformadora.

En lugar de preguntarnos si el colegio tiene suficientes canchas o laboratorios o si ofrece un tercer idioma, deberíamos estar preguntando:

  • ¿Mi hijo se siente escuchado, respetado y desafiado en su colegio?
  • ¿Puede expresar sus ideas sin miedo al ridículo o al castigo?
  • ¿Está aprendiendo a pensar, a crear, a equivocarse y a levantarse?
  • ¿Sabe para qué quiere aprender lo que aprende?

Un colegio que se toma en serio su rol no embellece la jaula: abre las puertas para que los alumnos puedan volar. Acompaña sus singularidades, reconoce sus pasiones, y les ayuda a convertirse en autores de su propio aprendizaje y de su vida. No los reduce a espectadores de clases magistrales ni a ejecutores de tareas, sino que los convierte en protagonistas.

El verdadero lujo escolar está en ofrecer una educación auténtica, en la que los estudiantes se sientan vivos, valorados y convocados a pensar. Ese es el tipo de educación que transforma y los faculta para enfrentar optimistamente los complejos desafíos de la vida.

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