Vivimos en una era en la que el aplauso ha reemplazado al esfuerzo como termómetro del valor personal. Cada dibujo colgado en la refrigeradora, cada gol celebrado con exageración, cada publicación de un logro infantil en redes sociales contribuye —aunque con buena intención— a un fenómeno que podríamos llamar el doping de la crianza: niños que dependen cada vez más de la validación externa para sentirse valiosos, competentes o amados.

Desde edades tempranas, muchos niños aprenden que sus acciones solo «valen» si son aplaudidas. Esto activa un circuito de dopamina que asocia el reconocimiento con el bienestar emocional. Así, en lugar de desarrollar una brújula interna —motivación intrínseca, sentido de propósito, autonomía— dependen de estímulos externos para saber si lo que hacen está bien o mal, vale o no vale, merece ser repetido o evitado.

Hoy, criar se ha convertido en parte de una narrativa pública. Padres y madres publican en redes los logros, gracias y emociones de sus hijos, convirtiéndolos en protagonistas de un show que busca likes y comentarios. Los niños crecen aprendiendo que sus acciones deben tener una audiencia, y que su valor radica en cuánto emocionan o impresionan a los demás.

No se trata de negar el refuerzo positivo, que tiene un rol importante en el desarrollo. El problema es cuando se vuelve constante, automático y exagerado. Si cada pequeño intento es premiado como una hazaña, se desdibuja la distinción entre esfuerzo real y gratificación inmediata. El niño no aprende a tolerar la frustración, a esperar, ni a sostener la motivación cuando no hay aplausos alrededor.

Así como el doping mejora artificialmente el rendimiento deportivo con consecuencias devastadoras a largo plazo, la sobrevalidación genera una especie de «dopaje emocional»: niños incapaces de avanzar si no hay alguien aplaudiendo. Esta dependencia emocional se traduce en adolescentes inseguros, perfeccionistas, ansiosos, que temen equivocarse porque han aprendido que el error no se aplaude, sino se oculta.

¿Cómo desintoxicar la crianza? Una forma es valorar el proceso más que el resultado: en vez de decir “¡qué lindo tu dibujo!”, decir “me gustó cómo combinaste los colores, se nota que pensaste en los detalles”. También es clave permitir espacios de esfuerzo sin validación inmediata: no todo merece un premio ni un aplauso. A veces, el logro es simplemente haberlo intentado. Fomentar la conversación interna ayuda a que el niño mire hacia adentro antes de buscar aprobación afuera: “¿Qué sentiste al hacerlo?”, “¿Qué aprendiste?”. Finalmente, modelar la autoevaluación y la humildad es una herramienta poderosa: que los adultos también hablen de sus errores, de sus dudas, de sus logros silenciosos no celebrados.

El reto de esta generación de padres no es solo criar hijos felices, sino formar personas autónomas, críticas, resilientes y emocionalmente independientes. Para lograrlo, tal vez tengamos que dejar de actuar como animadores de circo, bajarnos del escenario, y acompañarlos más como entrenadores de fondo: sin aplausos cada metro, pero siempre con presencia, apoyo y confianza.

El reto de esta generación de colegios, si quieren estar a la vanguardia, es dejar de obsesionarse con construir estudiantes premiables y empezar a formar personas capaces de sostenerse sin necesidad de validación constante; personas que no teman pensar diferente, equivocarse, o caminar sin reflectores.

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