EEl primer informe que leí en 1981 al iniciar mi maestría en educación en la Universidad Hebrea de Jerusalem que influyó mucho en mi vida profesional fue un estudio clásico que suele citarse como prueba de algo que los buenos docentes siempre intuyeron: un gran maestro en los primeros años de escuela puede marcar toda la trayectoria académica y personal de un alumno.

El “efecto Miss A”, como se le llamó en el famoso Informe Coleman (en ERIC – US Department of Education, 1966 y reanalizado por Pedersen en 2002), se descubrió en 3 cohortes (1958-1964) de una escuela pública estadounidense que reorganizaba cada año a sus alumnos mezclándolos en salones diferentes para evitar sesgos de clase o de rendimiento. Lo sorprendente fue que, una y otra vez, los niños que habían pasado por el primer grado con la profesora Miss A seguían destacando años después hasta su vida post escolar.

Los datos eran contundentes: sus alumnos obtenían un 15% más de rendimiento en matemáticas y lectura hasta sexto grado y tenían un 20% más de probabilidades de llegar a la universidad. Todo ello en un entorno donde el currículo, los recursos y el contexto social eran idénticos para todos. La única diferencia era haber tenido a Miss A en primer grado.

¿Qué tenía esta maestra de especial? No fue una cuestión de magia, sino de visión pedagógica y compromiso humano. En una época en la que la enseñanza de la lectura era mecánica, Miss A introdujo juegos fonéticos. Cuando la escuela apenas hablaba de emociones, ella dedicaba cada día unos minutos a cultivar la perseverancia, la curiosidad y la confianza de sus pequeños. No se limitaba a enseñar: se vinculaba. Diez años después seguía recordando los nombres de sus alumnos y, si sabía de bajas calificaciones en grados superiores, les enviaba cartas de aliento.

La ciencia lo explica con dos conceptos: el efecto de base, porque a los 6 o 7 años el cerebro y la autoestima son plásticos y sensibles a estímulos; y la ventaja acumulativa, teoría de Robert Merton que señala cómo pequeñas diferencias iniciales crecen con el tiempo. Estudios posteriores en Finlandia (2008) y Canadá (2015) confirmaron la misma conclusión: el primer grado es una bisagra para el éxito educativo, siempre que haya maestros preparados y atentos al desarrollo integral de los niños.

La frase más citada de ese informe lo resume bien: “Los alumnos de Miss A no solo aprendieron a leer; aprendieron a amar el aprendizaje. Esa fue su ventaja invisible”.

El eco de su influencia llegó incluso al año 2000, cuando un exalumno —ya científico reconocido— donó dos millones de dólares a su antigua escuela rural para crear la Beca Miss A, destinada a formar maestros de primer grado.

La historia conmueve y provoca. Porque si una sola maestra pudo cambiar así el destino de decenas de alumnos, ¿qué pasaría si todos los niños tuvieran un “Miss A” en su vida escolar? La respuesta no depende de estudios sociológicos, sino de decisiones políticas y sociales sobre cómo seleccionamos, formamos y valoramos a los docentes que están al frente del primer grado.

Me gusta pensar que Miss A me enseñó a mirar más allá del aula y del carisma del docente. La escuela no es solo quien enseña, sino cómo se organiza el tiempo, cómo se habita el espacio, qué vínculos se priorizan y qué rituales sostienen la vida cotidiana. Un ingreso que acoge o una fila que humilla; un patio que invita a explorar o un recreo vigilado para “no romper nada”; una evaluación que castiga el error o una retroalimentación que lo convierte en insumo de aprendizaje; un pasillo que exhibe proyectos o una pared vacía que dicta silencio. También deja huella el “tercer maestro”: bibliotecas vivas que contagian lectura, laboratorios abiertos que invitan a la indagación, talleres de arte y música que legitiman otras inteligencias. Y dejan huella las relaciones entre pares: tutorías entre alumnos mayores y menores, equipos de trabajo donde cada quien aporta desde su fortaleza, espacios seguros para hablar de lo que duele. Cuando la escuela está diseñada para escuchar la voz del estudiante y darle participación real, la huella no depende del azar: se vuelve política institucional.

Por eso, si queremos multiplicar “Miss A”, debemos mirar el ecosistema escolar completo. Importa la selección y formación del maestro, sí, pero también el liderazgo pedagógico que protege tiempos para planificar en equipo, cuida el bienestar socioemocional, reduce el tamaño de las clases, y alinea la evaluación con proyectos auténticos, portafolios y servicio a la comunidad. Importa la alianza con las familias que educa sin delegar, y la oferta de clubes, deportes, arte y ciencia que permite descubrir vocaciones tempranas. Lo que los exalumnos recuerdan no son listas de contenidos, sino hábitos de pensamiento, coraje para intentar, curiosidad sostenida y la certeza de haber sido vistos. La meta no es que cada niño encuentre una Miss A por casualidad, sino que encuentre varias: un tutor atento, una bibliotecaria que recomienda el libro justo, un entrenador que enseña disciplina, un compañero mayor que acompaña. Ese es el compromiso: invertir en los primeros grados, en ambientes que enseñan, en equipos que cuidan y en una cultura que convierte cada día de escuela en una experiencia formativa que perdura.

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