Cada año, cuando llega el Día del Maestro el 6 de julio, escuchamos discursos emotivos sobre la “vocación de servicio”, la “entrega desinteresada” y el “impacto transformador” de los docentes. Pero rara vez nos detenemos a pensar qué significa realmente educar.  Hace más de dos mil años, Sócrates ya nos había dado la respuesta. Y, paradójicamente, el sistema educativo actual la ha olvidado.

Sócrates no escribió libros, no diseñó exámenes, no impartió clases magistrales. Caminaba por las plazas de Atenas haciendo lo que hoy llamaríamos aprendizaje socio-constructivista: dialogar, cuestionar, construir el conocimiento de manera conjunta a partir de las dudas, no de las respuestas preestablecidas. Él creía que el saber no era algo que un maestro le “inyecta” al alumno, sino una verdad que cada uno descubre al enfrentarse con sus propias contradicciones.

No buscaba formar estudiantes que acumularan resultados inmediatos ni que buscaran la aprobación del maestro, sino ciudadanos capaces de pensar críticamente, incluso contra lo que el propio Sócrates les decía. Por eso el poder lo condenó: porque el maestro que enseña a pensar libremente siempre será más peligroso que aquel que enseña a obedecer ciegamente. Son los primeros censurados en contextos dictatoriales.

Hoy, cuando el resultado del aprendizaje se mide por rankings y puntajes estandarizados para confortar a los economistas, se ha invertido la lógica socrática. Se ha puesto el foco en el resultado inmediato y medible, y no en el proceso de construcción personal y social del conocimiento. Se cree que un buen maestro es aquel cuyos alumnos sacan buenas notas, cuando en realidad debería ser aquel cuyos alumnos se hacen mejores preguntas y tienen inquietudes más profundas, aunque las respuestas tarden años en llegar.

El verdadero maestro -como Sócrates- no busca producir resultados inmediatos para el currículo o las estadísticas, sino formar personas que piensen, duden, cuestionen y reconstruyan el mundo. Su tarea no es la de un entrenador que prepara para un campeonato, sino la de un guía que acompaña a los estudiantes en la aventura inacabable de construir sentido en sus vidas.

Este Día del Maestro, no celebremos solo a los que logran resultados visibles. Celebremos a los que cultivan en los estudiantes valiosos procesos invisibles: la curiosidad, la autonomía, la ética, la capacidad de preguntar cuando todos callan.

Porque, como nos enseñó Sócrates, la educación no es un destino; es un viaje que nunca termina.

Por eso en un día como hoy, deberíamos preguntarnos: ¿estoy enseñando para que mis alumnos respondan bien en la próxima prueba, o para que puedan hacerse las preguntas que aún no existen? ¿Estoy sembrando obediencia cómoda o pensamiento crítico inquietante? ¿Estoy formando seguidores de manuales o buscadores de sentido?

Preguntas incómodas, sí. Pero, como diría Sócrates, preferible una vida incómoda pero consciente, que cómoda pero vacía.

Feliz día a quienes no temen hacerse estas preguntas. Porque solo ellos pueden ayudar a otros a encontrar sus propias respuestas.

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